La familia típica y la niña obsesionada

1.2K 61 5
                                    

JUNIO 2001

Llegamos a nuestra nueva casa. ¡Por fin la última mudanza! Fuimos muchos años nómadas declarados. Mudándonos de casa en casa, pero esta vez era distinto, ya no íbamos a rentar. Mis padres acababan de adquirir una casa propia: nuestro primer patrimonio familiar.

No la pagaron de contado, sino a crédito, uno de esos pensados para pobres, bueno "clase media". Ahí estábamos en nuestro pequeño y nuevo hogar cortesía de Infonavit.

Mi padre se desempeñaba como contador público en una empresa de carnes frías en el Estado de México. Mi madre era ama de casa. Mi hermano Adrian, dos años mayor que yo, estudiaba segundo de secundaria. Mi hermana Isabella, dos años menor que yo, cuarto de primaria y yo de doce y medio estaba apunto de concluir mi etapa de primaria.

Teníamos una vida familiar bonita, dinero suficiente, buena relación entre nosotros y por supuesto amor.

Éramos los típicos que pensaban que ya no necesitábamos nada más para ser felices.

Mi mamá siempre decía: "Tengo unos excelentes hijos, un excelente esposo, vivimos bien, tenemos salud, no necesito nada más".

Los siguientes tres años —durante mi etapa de secundaria—, nuestra vida era de lo más normal. No sé cómo sean todas las familias, pero pienso que la nuestra era de las comunes: hijos a la escuela, papá al trabajo y mamá se queda en casa. Los fines de semana paseo. En las vacaciones salir a otro lugar. Navidad con familia materna y año nuevo con familia paterna. Esa era nuestra vida, tan típica y predecible. Jamás pensé que podría existir algo más allá de esa rutina.

Salía de la secundaria a la 1:40 de la tarde. Mi mamá iba a recogernos a Isabella y a mí en nuestro Topaz azul cielo modelo 89. Llegábamos a casa comíamos, hacíamos la tarea y veíamos la televisión. Cada día era igual y no me parecía aburrido, ni rutinario, me parecía la vida normal, ni más ni menos.

Mi papá nos daba diez pesos para gastar, era mucho porque en la primaria nos daba cinco, pero ya estar en la secundaria era ser grande, por eso diez pesos eran la onda, aunque, siempre fue menos que lo que les daban a mis compañeros, pero no me sentía mal, no me sentía pobre o inferior, además, lo administraba muy bien; me alcanzaba para un plato de chilaquiles y un frutsi o alguna otra golosina si llevaba agua.

Mis hermanos y yo siempre tuvimos buenas calificaciones. Toda la primaria sacamos diploma e Isabella y yo estuvimos en la escolta y, aunque Adrián también fue candidato para estar, no quedó seleccionado por ser demasiado chaparro.

Mi papá se molestaba con nosotros cuando sacábamos alguna calificación menor que nueve y mi mamá nos premiaba con papas Sabritas por cada diez en los exámenes.

Salíamos muy poco, la verdad casi nunca tuvimos amigos que no fueran de la escuela, y en nuestra época de secundaria todavía no se daba eso de las fiestas o salir al café, al cine o a cualquier parte.

Mi relación con Isabella siempre fue mejor que con Adrián, él era muy solitario. Los tres dormíamos en la misma recámara, nosotras en litera y él en una cama individual al otro lado.

La mitad de la habitación era de él y la otra nuestra. Su mitad siempre estaba impecable y la de nosotras hecha un desastre. No podíamos ni sentarnos en su cama porque le molestaba, de hecho, siempre nos fijábamos que no estuviera para poder hacerlo, de lo contrario ni pensarlo y si llegaba a encontrarnos ahí por algún descuido, se limitaba a, sin hablar, tomarnos de un brazo y levantarnos muy amablemente, sacudía su cama en el lugar de donde nos había quitado, la estiraba para dejarla bien tendidita de nuevo y se marchaba como si nada hubiera pasado. Debo confesar que aunque era molesto, también muy gracioso.

Yo siempre fui una loca obsesionada con el cumplimiento de todo lo relacionado a la escuela: tareas, puntualidad, asistencia, trabajos en equipo; lo que sea siempre lo hacía, lo que me pidieran lo llevaba.

Una tarde cuando aún estábamos en la primaria y todavía no teníamos auto, mi mamá, Isabella y yo nos caímos de la bici. Mi mamá solía llevarnos a la escuela en bicicleta, a mí atrás en los diablos, a Isabella sentada en el tubo al frente del asiento y las mochilas de ruedas iban a ambos lados del manubrio. 

Aquel día quedamos a mitad de la calle, como yo iba atrás no me pasó nada. Ya era tarde así que tomé mi mochila y eché a correr. Las dejé tiradas y lastimadas en el suelo  mientras yo corría a toda velocidad para que no me cerraran la reja. Estaba furiosa porque mi mamá perdió el equilibrio y nos dejó caer, porque de no haberlo hecho habríamos llegado a tiempo.

Esa es una de las tantas cosas malas que hice porque la presión en la escuela era insoportable, al grado que me importaba más llegar que ayudarlas a levantarse y ver que estuvieran bien.

Tengo un cierto desagrado por la competencia escolar que incentiva a los niños a volverse locos, egoístas, malos, envidiosos, criticones y competitivos, porque yo así vivía: sumida en el estrés cotidiano por no olvidar nada, por llegar a tiempo, por llevar los zapatos y las uñas impecables y el uniforme sin manchas.

Porque todos nos destrozábamos por cualquier pequeño error, y lo triste es que éramos unos niños, ni diez teníamos y ya nos había tragado la presión social por ver quién era el mejor, quién se merecía el diez y quién el cero.

Había dos niñitas que siempre estaban esperando que yo cometiera una, la más insignificante equivocación para acusarme, para quitarme de mi lugar —que por lo regular era el diez— y para burlarse de mí.

Me volví una adulta chiquita, que hacía corajes, lloraba sola y no tenía amiguitas de verdad. Hacía tarea llegando de la escuela y dejaba mi uniforme listo y mis zapatos boleados antes de dormir, aunque iba en primaria vespertina.

Mis padres no me hicieron así, aunque sí, estaban orgullosos. Me hicieron así las maestras locas, enfermas por demostrar que tenían al grupo más cumplidor, responsable y limpio, aunque en el camino nos dejaran locos, peleados, inconformes, estresados, frustrados, enojados y tristes.

Yo no sabía que eso estaba mal. Sentía, al ser lo único que conocía que era normal. Pensaba que así había que ganar todo en la vida: por medio de competencia. Luchando por conseguir un lugar para sobresalir porque si no nadie te tomaría en cuenta.

Esas maestras estaban enseñándome más con su actitud que con sus clases. No sé cómo haya sido esa etapa escolar para todas las personas, pero para mí no fue la más hermosa y todo porque en lugar de enseñarnos a apoyarnos y a darnos la mano entre compañeros nos enseñaron a apuñalarnos y a echarnos tierra para ser los mejores.

Y así la educación en México desde tiempos remotos. Nosotros éramos el futuro y ahora que lo estamos viviendo vaya país el que hemos construido.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora