Último empleo

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NOVIEMBRE 2009

Era un mediodía de noviembre. Isabella y yo caminábamos algo desorientadas buscando llegar a la dirección especificada. Cuando hallamos el lugar no dábamos crédito; estaba todo en construcción, había pequeñas montañas de tierra, grava, varillas y albañiles.

A lo lejos vimos a una mujer sentada en una silla de plástico, estaba hablando con dos chicos y recibiéndoles un par de folders.

―Sí, es aquí ―dije a Isabella.

―¿Qué hacemos? ¿Nos acercamos?

―Sí, pero deja que se desocupe, parece que ellos vinieron a lo mismo que nosotras.

Minutos después, ellos estaban alejándose y nosotras caminando hacia la mujer.

―Buenas tardes, ¿aquí solicitan personal para un restaurante? ―le pregunté.

―Sí, pero ya no hay vacantes ―respondió indiferente.

En serio queríamos trabajar ahí. Íbamos con altas expectativas sin embargo no había nada más que hacer.

―Pero ―continuó la mujer― dejen sus solicitudes. A veces sucede que alguien no se presenta, entonces las llamaríamos.

Desilusionadas dejamos ambas solicitudes y nos retiramos.

Una semana más tarde el gerente de aquel lugar me habló por teléfono. Me preguntó si aún estaba interesada en esa oferta de empleo. Dos vacantes estaban disponibles nuevamente y una de ellas podía ser para mí.

Había solicitado entrar como hostess pero los dos puestos eran de mesera. Acepté pensando que, con el paso del tiempo se me presentaría la oportunidad de cambiarme.

Acudí a la entrevista el día siguiente en punto de las once de la mañana. Me recibió el mismo hombre que me había llamado. Me hizo las preguntas de rutina en las que ―creo― me fue bien. Respondí un examen psicométrico y, como todo estaba siendo fructífero, me hicieron la pregunta final:

"¿Estarías dispuesta a hacerte un examen médico en la ciudad de México?"

Viajé sola a dicha ciudad. Allá me recibió mi tía Violeta, quien me acompañó a la cita.

El doctor era el tipo más arrogante y mamón que había conocido. Como si el hecho de ser doctor le diera el derecho de tratarme como basura. Me habló de mi horrible y sin arreglo columna vertebral, de mis pies chuecos y de mi cuerpo desequilibrado.

Me preguntó si estaba embarazada a lo que respondí que no, iteró en que si no cabía posibilidad alguna de que lo estuviera, a lo que repetí que no y, después me hizo una prueba de embarazo invalidando así mi palabra.

Hizo sus anotaciones y terminó conmigo. Por fin salí de sus oficinas en Insurgentes Sur, calificada como "apta" para el puesto de mesera.

Un mes después, semiterminada la construcción del restaurante, nos citaron a todo el personal para dar inicio a la capacitación. La gerente general (la mujer de la silla de plástico) en un principio se mostró sosegada. Nos enseñó que nuestro trabajo era divertido, que lo primordial era pasarla bien y que el compañerismo era la clave para un excelente ambiente laboral. Aprendimos a trabajar en equipo a llevarnos bien, a tratarnos con respeto y a estar siempre al tanto de los clientes.

Pasados algunos días llegaron a la tienda "los entrenadores", las personas que, en concreto nos enseñarían todo lo relacionado a nuestros puestos. Fue ahí cuando conocí a Sebastián: el amor de mi vida. Nos enamoramos mientras trabajábamos ahí (pero esa es otra historia).

Lo que tenía que hacer en el trabajo era lo que suelen hacer millones de personas a diario en sus empleos: de todo. Me habían contratado como mesera pero mis funciones no terminaban cuando yo hubiera tomado una orden y entregado la cuenta. Tenía que hacer más cosas, tales como: limpiar mesas, sillas y sillones, barrer, trapear, limpiar vidrios por dentro y por fuera, despolvar las televisiones, limpiar menús, envolver en servilletas todos los cubiertos, tomar órdenes de varias mesas a la vez y recogerlas toda vez que el garrotero estuviera ocupado.

Solía también limpiar "la línea" que consistía en: horno de microondas, máquina de café, máquina para agua de sabor y refri de cervezas. Al terminar el turno hacia corte de caja de mis mesas y lo entregaba a gerencia. Para después esperar a que revisaran mi área para dejarme salir y finalmente repartir mi propina entre hostess, barman, cocineros y garroteros. Además tenía que cumplir con el "ticket promedio": una meta de ventas para cada mesero.

Los turnos nunca terminaban cuando se supone que lo harían. Por lo regular me tocaba el cierre, que era de cinco de la tarde a doce de la noche. Sin embargo a diario salía entre una y media y dos de la mañana por la limpieza que debía hacer. ¿Y me pagaban horas extra? ¡Por supuesto que no!

Mi salario era de $480 a la semana, las propinas fueron buenas al comienzo, cuando el restaurante abrió, después de dos semanas bajó mucho la afluencia y dejó de haber propina. Cada día era igual: escuela temprano y saliendo al trabajo otra vez. Era un martirio.

Dejé el empleo un par de meses después porque el brío que había caracterizado al equipo se fue perdiendo poco a poco. La actitud de los gerentes (en especial el de la gerente general), se transformó por completo cuando empezaron nuestras rutinas normales. Tras la apertura: los entrenadores y los altos mandos de la cadena de franquicias dejaron la sucursal. Todo el panorama genial que nos habían pintado se convirtió en gris apenas unos días después.

En realidad la gerente era una mujer asaz explosiva, que gritaba por todo, y que a menudo era hiriente con sus comentarios. Poco a poco me fui decepcionando. Había idealizado tanto ese empleo que me costaba aceptar la realidad en la que laboraba.

Me di cuenta de lo que tenía que darme cuenta: Que los jefes nunca son tus amigos, que los compañeros tarde o temprano relucen sus verdaderas personalidades y, lo más importante: que el salario jamás representa la valía de una persona por lo tanto nunca es equitativo con las funciones que realiza.

No quería seguir aguantando groserías de la gerente, compañeros hipócritas y clientes fastidiosos. Así que tomé la decisión de renunciar. Ese fue mi último empleo antes de convertirme en emprendedora.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora