Vida resuelta en 3,2...

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Paremos para hacer una reflexión.

Pregunta, ¿qué nos hace diferentes a las personas? En serio, medítalo un segundo. 

¿La raza? 

¿La religión? 

¿La nacionalidad? 

¿La estatura? 

¿La edad? 

¿La clase social? 

¿El género? 

¿Las preferencias sexuales? 

¡No! ¡Por supuesto que no! ¿Te digo qué? Nuestras creencias, eso y nada más. La forma en que cada uno percibe el mundo.

Alguien puede venir a decirme que la gente de color es lo peor que existe y otro me dirá que los católicos y alguno tal vez dirá que las mujeres, pero todos esos argumentos provienen de la misma raíz: las creencias. Esas que cada persona tiene sobre determinada cosa y que se forjan en el hogar.

La familia de mi papá es de campo, la de mi mamá es de ciudad. Imagina la enorme diferencia en la forma de pensar de cada uno. Luego ellos dos se casan y nacemos nosotros tres. Uno cría de una forma, el otro de otra y se hace una mezcla rara, pero con la que se sienten satisfechos, -supongo.

Nos enseñan lo que ellos consideran bueno y también lo que consideran malo. Nos enseñan que "el dinero no crece en los árboles", que "hay que saber ser pobres", que "no tener dinero es ser humilde", que "es mejor no tener muchas cosas materiales pero ser personas buenas y honradas" y bueno, ¿quién soy yo para decirle a mis papás que eso es de una mentalidad pobre y mediocre eh? ¿Quién soy? ¿Quién me creo para contradecirlos en algo de lo que no tengo idea cuando soy apenas una niña?

Entonces yo empiezo a CREER que tienen razón y mi mente empieza a maquinar desde muy pequeña que el dinero es difícil de conseguir pero que no importa porque sin dinero soy mejor persona, soy humilde, soy buena y soy honrada. ¡Bingo! Ahí tienes mundo: otra persona destinada a la pobreza, muy bien preparada desde la infancia por las personas que más la aman.

Entonces me acostumbré, siempre, ¡SIEMPRE! A lo más barato en todo: del menú cuando salíamos a comer, aunque no me gustara, primero había que ver los precios y después elegir. A mi papá le decíamos siempre que llegábamos a un lugar: "Dinos de una vez qué podemos pedir". Él nos decía, por ejemplo: "De $50 para abajo" y, aunque me moría por unas enchiladas suizas de $75 tenía que mirar hacía los molletes de $40.

La ropa mientras más económica mejor. De preferencia sin marca. Pararme en una tienda como Liverpool ¡Ni pensarlo! Pagar más de $200 por un pantalón, ¡jamás! ¿Alguna mochila, cosmético, tenis, bolsa, o lo que fuera de marca? ¡Nunca!

No sabía lo que era usar algo muy caro y lo peor YA ME HABÍA ACOSTUMBRADO. Sin quererlo un día ya eres de determinada forma: tu personalidad está hecha. Y la mía era la de una mujer que sólo compraba lo más barato.

Nunca me consideré alguien con mal gusto y creo definitivamente que usar algo con marca no me hace ni más ni menos que nadie, pero las razones de compra en aquél tiempo, eran otras.

Entonces, lo que hace la diferencia entre ricos y pobres no es ni su color de piel, ni su edad, ni su religión, ni siquiera el saldo en sus cuentas de banco que podría ser lo más lógico, sino las creencias que cada uno tiene.

Es más que obvio a qué clase pertenecía yo: la de los pobres y, aclaro, no primordialmente por falta de dinero, sino por falta de visión y ambición; por mediocre, por conformista, vaya, por mis creencias.

Mientras a mis diez años me estaban enseñando a comprar siempre lo más barato y que estaba bien ser pobre y honrada, al otro lado del mundo o quizá en la casa de al lado, alguien le estaba enseñando a su hijo también de diez años, a luchar por sus sueños, a no conformarse, a ser un líder, a hacer negocios desde pequeño, vamos, a triunfar.

Ese niño con dinero o sin dinero, se forjó otra mentalidad: la de un rico, la de alguien que no ve obstáculos sino oportunidades, la de alguien que sabe que puede llegar lejos sólo porque así lo ha decidido.

A mis quince años creía que viviría "bien" toda mi vida, casi como mis papás hasta ese momento, que después de que tuviera una profesión, lo siguiente sería encontrar un buen empleo, pero bueno de verdad, de esos que pagan más de cincuenta mil pesos al mes (si claro, a una recién egresada) y que con eso tendría la vida resuelta. Me haría de una casa bonita, un auto del año y podría salir de paseo cuando tuviera vacaciones en el trabajo. Listo, vida resuelta en 3, 2.... ¡Ohoh! algo salió terriblemente mal.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora