Sin luz

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Llegué de la universidad alrededor de las nueve de la noche, miré a mi hogar que, imperante de oscuridad y silencio, parecía un punto negro en medio de la luz. El auto estaba estacionado donde siempre y lo que siguió fue una acostumbrada decepción; suspiré profundo y caminé hacia la puerta. Abrí y los encontré a todos en penumbra alrededor de la mesa. Ya había perdido la cuenta de cuantas veces nos habían cortado la luz. Para colmo no había dinero para cenar y yo tenía hambre. En mi estómago sólo quedaba el recuerdo del desayuno. Adrián estaba haciendo una lista de lo que traería -fiado- de la tienda:

Pan blanco.
Jamón.
Mayonesa.
Queso.
Leche.
Café.
Azúcar.
Galletas.

Regresó con la lista cubierta y nos preparamos un par de sándwiches a la luz de las velas.

Estar sin electricidad en la noche me hacía sentir un vacío inexplicable, como me suele ocurrir con los días nublados, no me gustan. Adoro que resplandezca el sol y se sienta calor. Creo que no es casualidad que la gente suela deprimirse los días lluviosos.

Estaba enojada conmigo, con mis padres, con la vida, con Dios, con todos. Estaba harta, frustrada y decepcionada.

En la cama no podía dormir tratando de no pensar, pero poco conseguía. Los sucesos desagradables se colaban a mis pensamientos tan pronto tenían oportunidad. Cualquier pensamiento me taladraba que no teníamos ni en qué caernos muertos. Todo lo que invadía mi mente era un desastre. Me allanaban los pensamientos desgraciados. No aguantaba la cabeza. Me palpitaba en la frente un agudo dolor que me mantenía alerta, pensando y pensando. Casi explotando de coraje, queriendo arrancarme la cabeza para no pensar. Para tener paz.

Un día parece demasiado fácil no pagar un servicio, o dos o todos. El dinero no alcanzaba y había prioridades. Es más importante comer, ¿no? Gradualmente mi papá fue dejando de lado el pago de servicios. Con lo poco que tenía, debía tomar una decisión presta.

Si el recibo llegaba de doscientos pesos y sólo eso tenía en el bolsillo, se inclinaba por comprar comida o papel higiénico o ponerle gas al carro para salir a vender. Él pensaba que cuando le llegara más dinero se pondría al corriente con los pagos atrasados. Al principio no ocurre nada. Algunas compañías permiten que se acumulen algunos recibos antes de suspender el servicio. Y sí, no pasó nada por muchos meses, hasta que... pasó. Primero la luz. Un aviso de corte por falta de pago en el medidor y una notificación en la puerta.

Mi papá acudió por auxilio con nuestros vecinos del lado izquierdo, quienes nos permitieron colgar de su luz un par de días, hasta que llegaron los empleados de la compañía y casi los multan por haber autorizado el delito. Los subordinados quitaron nuestro cable de la base de los fusibles, y les prohibieron tajantemente a nuestros colindantes ayudarnos más.

En ese nebuloso momento parecía más factible pagarle a un vecino por el extra que llegara de luz en su recibo, que pagar todos los nuestros vencidos. Mi papá volteó entonces a la casa vacía de nuestro costado derecho. La dueña casi no se paraba por ahí y se apreciaba que el medidor marchaba a la perfección. Así que mi padre se colgó sin autorización; poco nos duró el gusto porque tras quince días, los trabajadores de la luz regresaron y se llevaron los nuevos cables.

No puedo suponer, no puedo siquiera imaginar la desesperación que tuvo que haber sentido mi padre. Esa presión sobre su espalda. El estrés por hacer algo que remediara la situación. Se estaba moviendo a marchas forzadas intentando vender, pero era mucho dinero lo que se debía y muy poco lo que conseguía. Casi puedo sentir esa supresión en el pecho, esa incertidumbre en el estómago en busca de una solución. No quiero, en verdad no quiero, pero lo recuerdo y a veces todavía duele.

Con todo y que no tenía el dinero completo fue a la compañía para explicar nuestra situación, esperando que le ofrecieran un convenio de pago que disminuyera considerablemente la cuenta, pero no sucedió. De hecho, la respuesta fue un rotundo no, o se pagaba lo que se debía o no había luz de vuelta.

Saliendo de ahí, un hombre alcanzó a mi padre. Era un empleado de la empresa. Le dijo que había escuchado su situación y le entregó su tarjeta ofreciendo ponerle la luz a cambio de una mínima retribución. Aliviado, mi papá aceptó, y lo llamó tan pronto consiguió el dinero. Lo recogió en las mismas oficinas y lo llevó a nuestra casa. El magnánimo caballero reemplazó en un par de horas los cables de los postes y nos conectó de nuevo con la electricidad.

¡Alivio! ¡Otra vez teníamos luz!, y el medidor no estaba marcándola. No había cables a la vista, ni nada que nos delatara. Eso hasta que ocurrió lo que tarde o temprano tenía que ocurrir.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora