Logré entrar a la universidad

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JUNIO 2007

Terminé la preparatoria a los dieciocho años e hice el examen de selección para la Universidad Autónoma del Estado. Ahora sí completé cada formulario de la manera correcta y me presenté a la evaluación.

Dos días después revisé los resultados en la página oficial. No teníamos internet en casa así que salí a rentar una computadora. Me senté e inicié sesión. Todavía puedo sentir esos nervios intensos que invadían mi cuerpo de los pies a la cabeza.

Entré a mi cuenta. Me temblaban las manos. La web estaba cargando y mi corazón palpitaba a toda velocidad. La página se desplegaba poco a poco, como si a propósito me quisiera hacer esperar. Mi pie derecho bailaba lleno de desesperación, ¿y el aire? ¿A dónde se había ido?

Ahí estaban, las palabras más horribles que un aspirante puede llegar a leer: NO ACEPTADO y en color rojo, para que quede perfectamente claro.

Mi calificación había sido 6.4 y quedé en el lugar 116, sólo aceptaban a 80 nuevos alumnos con los que formaban dos grupos de 40 personas cada uno.

Por si fuera poco para mi ánimo, incrédula, abrí las listas de aceptación. Leí uno por uno todos los nombres, el mío no estaba, lo sabía, pero lo negaba. Después, abrí las listas de espera, había 36 personas antes que yo. Ni en sueños podía ingresar ese semestre.

No quería pero no pude evitarlo, las lágrimas brotaron a través de mis ojos, tragué saliva y aguanté la respiración lo más que pude, tanto que sentí una ligera molestia en la nariz, pero nada de eso evitó que llorara de tristeza. Salí de ahí rumbo a casa y, a mitad de camino sonó mi celular, era mi mamá, «lo que me faltaba ».

―¿Bueno?

―¿Qué pasó? ¿Quedaste?

No pude decir nada. Mis ojos se cristalizaron en microsegundos y, de nuevo, un par de lágrimas allanaron mis mejillas. Respiré profundo y con la voz entrecortada solté:

―No ―Y colgué.

Cuando llegué a casa, Isabella y mi mamá escépticas, me volvieron a cuestionar, y tras el aciago confirmado me abrazaron. Mi papá me regañó:

―Eso te pasó por no estudiar, te dije que debías completar esa guía. Ahora, ¿qué vas a hacer estos seis meses? Vas a tener que trabajar.

No tardó en hacérmela efectiva, esos meses sin estudiar estuve trabajado con él. Se asoció con Manuel, un hombre que tenía unas pequeñas máquinas para hacer conos de polipropileno (los plásticos en los que envuelven los ramos de rosas).

Mi día laboral comenzaba a las diez de la mañana y se supone terminaba a las seis, pero mi papá casi siempre volvía por mí a las ocho. Me dejaba en casa de mi tía Violeta, la cual ocupaba en renta como oficina y bodega. Ahí me la pasaba todo el día haciendo conos, luego contándolos y guardándolos.

Lo único afable de aquella época era que, como aún seguía viendo a mis amigas de la prepa, tenía dinero para salir con ellas. No es que tuviera un sueldo, pero, en vista de que trabajaba toda la semana, durante todo el día, cuando quería salir los fines, y le pedía dinero a mi papá me daba casi sin objeción.

Las cosas seguían mal en casa, de hecho, cada vez peor y, aunque estuviera trabajando, sabía que no podía exigir dinero porque como decía mi papá, "¿De dónde?".

Pasados algunos meses, inicié de nuevo el proceso de selección a la universidad. Me presenté al examen, pero esta vez las cosas fueron diferentes, primero porque ya sabía a lo que iba y eso representaba un martirio, repetir lo mismo, cuando bien podría estar pasando a segundo semestre, fue horrible.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora