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¿Cómo se supone que siga con mi vida, después de esto? Ignacio se mira el sobretodo bajo la luz de las estrellas y ahoga un sollozo, sintiendo la presión del llanto en su garganta pero negándose a estallar.

Sus ropas huelen a excrementos, vísceras y sangre. Sobre su hombro derecho hay un pequeño trozo de piel tatuada con un colgajo de carne chamuscada adherido a él. Lo retira con cuidado y luego de un segundo de contemplación indiferente, reconoce en el temblor de su mano al asesino amparado en el poder de un arma letal. Y este trozo de ser humano se siente como una brasa ardiente, la pieza faltante en su conciencia intranquila.

¿Seguir... con mi vida?

Arrastra los pies descalzos hacia el edificio de departamentos, al hogar que comparte con sus padres desde que tiene memoria, con el peso de su adolescencia multiplicada por un millón, manteniendo el trofeo chamuscado en su mano izquierda como recuerdo de su delito.

Las imágenes sombrías de unas criaturas insalubres le hablan en coro e insisten en ocultarse con su culpa y su angustia justo allí, detrás de sus ojos, llamándole asesino. Casi podría tocarlas si no fuera por el alumbrado público que se enciende a su paso, creando un pasaje seguro de luz en esa oscuridad repleta con los monstruos de su recuerdo.

Se desnuda junto en la entrada del edificio y arroja el manojo de ropas nauseabundas al contenedor de desperdicios comunitario, imaginando que la evidencia de su delito tarde o temprano regresará al lugar de los hechos, transportada en un vehículo de la Organización que lo metió en este lío. Deja caer el trozo de humano junto con el resto de la evidencia, no necesita más recordatorio de este día que su propia pesadilla.

Todo su cuerpo huele mal. No puede entrar así a su casa. ¿Qué dirá a sus padres? Esta mierda no es mía, no se preocupen... Y la armadura biodegradable sigue adherida a su cuerpo como una segunda piel, no importa como la rasguñe o tironee, no se sale.

Ingresa a las duchas del edificio levemente iluminadas y el reflejo plateado en los muros le golpea con su imagen encorvada y culpable. El chorro de agua tibia le escurre por el cuerpo desde una cañería adosada al techo, limpiando superficialmente las huellas visibles de su pecado.

—¡Qué olor! —dice una voz de mujer desde la puerta, desatando en Ignacio una oleada de pánico que se manifiesta como alfileres en su cuello. La mira de reojo y reconoce su cabellera rubicunda amarrada en un moño apretado, que da a su rostro una apariencia de ave de rapiña. Es la ocupante del tercer piso que acaba de regresar de su trabajo y toma una ducha antes de entrar al edificio, como todas las noches—. ¿Alguien defecó aquí?

Él la observa, controlando su respiración hasta parecer impávido bajo el chorro de agua. La mujer mantiene la expresión de asco mientras cuelga su ropa en uno de los ganchos de la entrada. Es de las pocas personas que prefieren caminar en vez de usar el transporte público. Puede que tenga entre treinta y cuarenta años, pero Ignacio no es bueno para calcular la edad de la gente por su aspecto.

—Deberíamos poner cámaras de vigilancia —continúa la mujer refiriéndose al comité de aseo y ornato del edificio mientras se jabona la entrepierna, haciendo eco de los alegatos de algunos inquilinos que se niegan a pensar que uno de ellos puede ser el que confunde las duchas con los retretes—. Es la segunda vez que me encuentro con alguna sorpresa desagradable. Supongo que no habrás sido tú...

—No —dice Ignacio, fingiendo calma—. Acabo de llegar.

—Ah, bueno —sonríe la mujer sin mirarlo, mojando su cabellera aún amarrada en el mismo moño apretado—. Si nosotros no podemos mantener nuestra casa limpia, ¿entonces quién?

El traje de batalla de Ignacio se disuelve al fin y su corazón ahora late con la tranquilidad de un monje tibetano. Sin evidencia no hay delito.

La mujer termina de enjuagarse y seca su cuerpo vigoroso y lampiño con una toalla desechable que luego arroja a un pequeño cubo. Recoge sus pertenencias y sale hacia las escaleras aún con la nariz arrugada en la misma mueca de asco, desnuda y envuelta en una tenue nube de vapor. ¿Otra agente encubierta? ¡Hijos de puta! Todo el edificio debe estar plagado de cámaras y micrófonos. Toda mi vida, mi familia, mis amigos. Carmen...

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora