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Al cumplir tres años Ignacio apenas sabe leer y escribir, mientras el resto de los niños de su edad son capaces de realizar ecuaciones simples y manejan un vocabulario de más de mil palabras.

Dos años atrás, una semana antes del primer cumpleaños de Ignacio, Andrés llamó a sus antiguos amigos del Liceo para pedirles un favor especial. Si su hijo entablara contacto con niños émpatas naturales en un ambiente lúdico,  podría adquirir gradualmente la capacidad de comunicarse mediante el tacto, sin mayor estímulo que las cualidades empática de sus compañeros de juego. Principalmente porque en el edificio no hay otros niños.

Desde entonces sus amigos vienen al cumpleaños de Ignacio acompañados de sus hijos, de distintas edades siendo el mayor un gordito de siete años, con distintos grados de control sobre lo que quieren escuchar o decir cuando tocan a otra persona. Los más pequeños saltan de adulto en adulto, tocándolos con la esperanza de recibir un meme que otros niños no posean, transmitiendo su ansiedad de conocimiento como una radio a todo volumen.

—Tu hija me acaba de contar que va a lograr que Ignacio la oiga —dice Matilde a su antigua amiga, observando como la pequeña Paulina abraza y acaricia a Ignacio sin decir palabras.

—Se pasó todo el camino transmitiendo que leyó un libro —dice la madre de Paulina, también llamada Paulina, sorbiendo un poco de chocolate caliente—, donde una niña desposeída que quedó sordomuda y amnésica luego de un accidente, recupera su voz gracias a la ayuda de un niño que vivía en un establo y ambos descubren que ella es una princesa y así él se convierte en su caballero. Sólo anoche murmuraba en sueños... y estaba soñando que Ignacio era un príncipe sordomudo. Puedes imaginar el resto.

—No saben cuánto agradecemos que estén aquí con nosotros... otra vez —dice Andrés mirando al resto de sus amigos, que permanecen en silencio y con cara de idiotas viendo como sus hijos hablan con Ignacio y entre ellos mismos, encontrando la mejor manera de comunicarse sin discriminar al cumpleañero. E Ignacio es una pequeña estrella, brillando de felicidad.

—Tú sabes que soy un imbécil frívolo —dice Maltus, un sujeto que nunca fue amigo de ellos en realidad. Matilde aguanta la respiración a la espera de alguna de sus barbaridades—. Pero ver a mi gordo chico hablando, usando todas esas palabras que sabe... se me derrite el corazón. De todas las veces que los he visto jugar entre ellos, incluso esa primera vez en que todo me parecía una pésima idea... nunca he sentido que desprecie o discrimine a Ignacio. Para él es un niño que todavía no aprende a comunicase como los demás. Es lo que vi en su mente de glotón esta mañana.

Una sonrisa de orgullo llena el rostro de Maltus cuando su hijo Víctor le grita desde el otro extremo de la sala que se acaba de caer y no lloró.

Hacen un brindis, “porque nuestros hijos no se parezcan a sus abuelos”, y celebran hasta altas horas de la madrugada, recordando viejas peripecias y travesuras.

Para entonces los niños duermen repartidos en una colchoneta, tomados de las manos, seguramente compartiendo alguna aventura en sus sueños infantiles. La única que no está en el grupo es Paulina, que duerme abrazada a Ignacio, que a su vez no entiende nada y mira a su madre con cara de preocupación. Matilde toca la frente de la niña, que sueña con un gran castillo donde ella es una princesa y un apuesto caballero (Ignacio) está sentado junto a ella, los dos comiendo helado de chocolate.

Matilde sonríe a su hijo y le dice con palabras que se duerma, que no tiene de qué preocuparse. Paulina se marchará con su madre en una hora y no la volverá a ver hasta el cumpleaños de ella... en siete meses más.

Ignacio no se duerme. Se queda mirando el rostro sonriente de Paulina, incómodo.

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora