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En todos los colegios donde solicitan audiencia, les dicen educadamente que no tienen la infraestructura ni el personal capacitado para atender los requerimientos de un caso especial como el suyo.

—¡Pero si no es ningún retardado! —grita Andrés, arrojando el vífono desechable al piso. Éste se dobla sobre sí mismo hasta convertirse en una tarjeta que cabe en un bolsillo. Matilde le lanza un cojín en represalia y hace un gesto para que guarde silencio. El niño está durmiendo.

—Amor —agrega ella—, ante los ojos de la sociedad nuestro hijo sí es un retardado... ¡No me mires así! Ayer intentábamos aprender la tabla del doce y no pudo, simplemente no pudo. Me dijo que no tiene seis dedos en cada mano, que no lo presione. ¡Que no lo presione! ¿Cuándo fue que aprendiste a multiplicar el doce?

—Todavía no aprendo —dice Andrés con frustración—. Pero ése no es el punto. ¡Nuestro hijo no es idiota! Dentro de los estándares de aprendizaje de mediados del siglo XXI, a sus cuatro años es prácticamente un superdotado.

—Pero estamos finalizando el siglo XXIII y él es apenas un niño pequeño en un mundo de mejor dotados. No es un adulto pequeño como el resto. Debemos enviarlo al Centro.

Andrés llora y Matilde no lo consuela. Sabe que la decisión es difícil, lo sabían desde el principio. Andrés intentó de todo para evitar el Centro y ella lo apoyó sin restricciones. Pero el momento que eludieron todos estos años al fin llega e Ignacio debe seguir el mismo camino que siguieron sus padres, sufrir la misma discriminación, el mismo cóctel de humillaciones.

—Andrés, mírame —Matilde toma su rostro entre las manos. Nos tiene a nosotros. Trae al recuerdo imágenes de su padre violento, su madre negligente, sus hermanas crueles, la ausencia de amigos, la repentina visita del Departamento Contra Negligencias de los Progenitores y el internado en el único Centro para sordomudos del país. Andrés recuerda a su madre lejana, a su padre encarcelado en el cinturón de asteroides de por vida... a Matilde sentada a su lado ese primer día en el Centro, desconsolada, carente, infeliz, como él.

Ahora tienen a Ignacio y él tiene una familia que lo ama y que lo apoya. Tiene amigos que lo visitan en su cumpleaños, habla con ellos por vífono los fines de semana y también juega con otros niños cuando van al parque. Es un ávido lector de novelas heroicas, incluso tiene su propio pase para pedir libros en la biblioteca. Y sabe que ahora no puede comunicarse como los demás, pero algún día podrá. Siempre lo ha sabido.

—Estaremos en contacto todo el tiempo —dice ella en voz alta. Andrés asiente y sale del departamento para tomar una ducha.

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora