El taller se llama “Sincronizando el Pensamiento”. Para hacer este taller hay que tener aprobados “Relajando el Cuerpo y el Alma” y “Concentrándonos en la Tarea”.
Ignacio espera hacer el “Sincronizando” con otra persona que no sea Carmen, pero al parecer están predestinados. No importa donde vaya, allí está ella esperándolo, sonriéndole, vigilándolo.
—Se deben sentar en los cojines uno delante del otro de manera que sus rodillas se toquen —dice la profesora, una mujer con problemas metabólicos que la hacen sudar incluso cuando hace frío—. La palma de la mano derecha hacia arriba sobre el muslo, la palma de la mano izquierda sobre la mano de su compañero, tocándola. Ahora junten sus frentes, siempre manteniendo las espaldas bien derechas. Inspiren profundamente, aguanten la respiración, uno, dos... ¡Tres!
En los cuatro muros del salón se dibuja un objeto sobre el tapiz, con una palabra que lo define escrita debajo. La profesora lo anuncia, los pequeños separan sus cabecitas y miran al muro que tienen justo delante y que su compañero de ejercicio no puede ver. Luego vuelven a juntar sus frentes y visualizan ese objeto en su mente. Deben dedicar absoluta concentración pues de ello depende que alcancen el primer estadio de la comunicación empática.
Cada cierto tiempo una de las murallas muestra algo distinto, pero los alumnos no lo saben.
El primer mes del taller no ocurre nada. Pero ya en la segunda semana del segundo mes hay novedades. Algunos niños muestran señales de desconcierto cuando ocurre la descoordinación en las imágenes. La pareja en cuestión es retirada de la sala sin desconcentrar al resto y son puestos a disposición del indagador jefe.
Lo usual es que ambos niños avancen automáticamente al nivel dos, donde desarrollarán su capacidad empática con ejercicios más complejos. Pero en algunos casos se les recomienda permanecer en el nivel uno otra semana.
Luego de cuatro meses, Ignacio, Carmen y cuatro niños más no han logrado avanzar. En ese momento la profesora los hace cambiar de pareja.
Un mes después sólo quedan Ignacio y su nueva pareja, un niño hiperquinético llamado Raúl. Ambos son llevados ante el indagador, un anciano moreno y calvo de voz gruesa que los recibe con una gran sonrisa de dientes muy blancos.
—Hola niños... Mi nombre es Mobutu, indagador jefe del Centro. Tú debes ser Raúl, mucho gusto en conocerte —da la mano al niño e inmediatamente mira a la profesora de pie en la puerta, guiñando un ojo—. Sólo quería saludarte, joven Raúl. Puedes ir con tu profesora, ya nos volveremos a ver. Y tú tienes que ser Ignacio.
Se dan la mano y la sonrisa de Mobutu se desvanece de golpe. Sin soltar su mano, le acerca una silla y se sientan uno delante del otro.
—¿Qué te parece esta escuela? —pregunta Mobutu con su sonrisa creciendo nuevamente—. Los talleres tienen metodologías pedagógicas más acordes a nuestros tiempos, me parece. En mi época de cachorro, cuando no aprendíamos algo, nos hacían llamar al apoderado.
El anciano suelta una fuerte carcajada. Ignacio está visiblemente aterrado, pero Mobutu no siente nada, ningún susurro, ningún rechazo.
La profesora está nuevamente de pie junto a la puerta. Mobutu la observa de reojo y vuelve a mirar a Ignacio. Ahora su sonrisa es menos fingida. Conversan durante una hora, siempre tomados de la mano. Hace frío, pero Mobutu suda y parpadea pesadamente. Deja ir la mano del niño, que está mojada con el sudor del anciano.
—Ha sido un agrado conversar contigo, Ignacio —dice el hombre pasando una servilleta por su rostro y cuello—. Espero que podamos conversar en una nueva oportunidad. ¿Okey?
Ignacio asiente sin imaginar lo que eso significa.
ESTÁS LEYENDO
Sordomudo
Science FictionSegunda mitad del siglo XXIII. En un mundo en el que la comunicación directa de las mentes a través del tacto es tan normal como respirar, un joven demuestra tener el don más raro de todos: la capacidad de mantener secretos. Sordomudo es una novela...