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La mañana del último día de clases, Carmen no asiste al colegio. Catarro otra vez, piensa Ignacio y se olvida del tema. De todas maneras la verá durante las vacaciones y de vuelta cuando ingresen juntos al Liceo.

Pero antes del medio día el vífono cruje intentando abrirse en el bolsillo de su pantalón. Ignacio ahora viste siempre pantalón y camisa de manga larga para ocultar el horrendo queloide en su brazo derecho. “Papá se viste para ir a trabajar” dijo cuando su madre le vio por primera vez con esa tenida formal, “¿Por qué no puedo vestirme?”. A lo que Matilde respondió: “Es que eres tan joven... te ves muy extraño uniformado... y vas a tener problemas sintetizando vitamina D”.

Los médicos le aseguraron que apenas dejara de crecer, le operarían para extraer la marca nudosa de su antebrazo, dejando apenas una pequeña línea plateada.

—¿Qué onda? —pregunta Ignacio con el vífono apenas a diez centímetros de su nariz—. ¿Hoy no vienes a clases, de nuevo?

Pero al otro lado de la línea no está Carmen, sino la madre de ella, Úrsula, con los ojos hinchados y el rostro deformado por el llanto.

—...Mi niña... mi niña... —dice la mujer una y otra vez—. Mi niña...

Ignacio comprende. No necesita ser émpata para saber que algo terrible ha ocurrido.

¡Carmen!

Sale corriendo del colegio. Cruza la calle y llama un bus. Treinta minutos después está ante el departamento de Carmen, pero nadie atiende a la puerta. Golpea, grita, patea hasta que le duelen los pies descalzos. Llora. No entiende por qué, no sabe qué ha pasado, pero llora. Se imagina a Carmen muerta. La imagina colgada del cuello. La imagina violada por los orgiásticos, asesinada, atropellada por un bus... aunque esto último es imposible.

—Fueron al hospital —dice una niña pequeña asomándose en la puerta del departamento vecino. Ignacio baja corriendo las escaleras hasta el primer piso y allí tropieza con un perro, que le insulta de vuelta por no mirar dónde pisa. Rueda por el pasto. Algo se clavó en su muslo izquierdo, una rama. No le importa.

Entonces ve la mancha en el pavimento, a pocos centímetros de donde comienza el pastizal, justo debajo de la ventana de la habitación de Carmen. Es sangre, mucha sangre todavía húmeda.

Carmen...

Ignacio corre al paradero, pide un bus, grita que es una emergencia, que debe llegar al hospital. La Central atiende su llamado prioritario enviando un taxi aéreo. La máquina lo lleva a gran velocidad rozando las copas de los árboles, esquivando aves y volantines en su camino, llegando a destino en apenas tres minutos.

Carmen, Carmen, Carmen... borra de su cabeza la imagen de Carmen cayendo, Carmen golpeándose la cabeza, Carmen muerta, en un ataúd, en su velorio, en el sepelio, él dejándole flores todos los domingos, diciéndole que la quería, que era su única amiga.

Cuando el taxi llega a su destino, Ignacio demora un segundo en despabilarse y bajar. Una pareja de enfermeros le reciben, ponen las manos heladas en su frente y tantean le herida en su muslo. Se miran y suponen que debe ser algo realmente grave, algo interno, su cerebro no emite señales de vida. Pero Ignacio los ignora, avanza a saltos por la escalera y encuentra a Úrsula de pie en medio de la sala de espera, con el rostro constreñido de angustia, la mirada perdida, la ropa manchada con sangre.

Carmen...

Su mirada se nubla, alguien le habla pero no presta atención. Úrsula se gira para mirarlo pero no le reconoce. Ignacio golpea al hombre que sostiene su brazo derecho, intenta avanzar hacia la sala de emergencias, hombres grandes vestidos de blanco le impiden el paso, lo sostienen de piernas y brazos, intentan calmarlo con su sola voluntad pero no pueden, están desconcertados.

Una hipodérmica se clava en su antebrazo. No le duele, sólo grita, gruñe, ¡dónde está Carmen!, pero nadie le entiende, ni él sabe lo que está diciendo.

Se duerme.

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora