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Andrés e Ignacio salieron esta mañana rumbo al paradero del bus para ir a la Oficina de Empleos para encontrar algo acorde a un joven de doce años con un programa de estudios de carga mínima en el Liceo. Como no tenían apuro, obviaron el bus y caminaron por un lado de la ruta, recordando los buenos tiempos, charlando del Centro, del colegio y de Carmen.

Hacía tiempo que no conversaban tanto. Ignacio se sentía tan incómodo como siempre a causa de las drogas, pero el sol en su espalda y el viento fresco acariciando su rostro, le embriagaba con una tranquilidad que no disfrutaba hace mucho.

Pasaron de largo otros paraderos. Ignacio era incapaz de distinguir un camino de otro, tan acostumbrado a viajar en bus.

—Tan dependiente de la tecnología —le dijo Andrés.

Cuando pasaron por un centro urbano de casas pequeñas muy juntas, aprovecharon de comer un emparedado de chuleta vegetal en una tienda junto al camino. Ignacio no conocía el lugar, pero su padre actuaba como si conociera la zona desde siempre.

Ahora que el sol está a pocas horas de ocultarse en el horizonte montañoso, luego de caminar prácticamente todo el día, llegan a un lugar misterioso. Ignacio sabe que cayó en una trampa, pero no puede retroceder. La angustia y la curiosidad combaten por apoderarse de su cuerpo mientras su padre le habla del deber de un ciudadano y del gran bien que puede hacer por la comunidad en esa Clínica para enfermos mentales.

Afuera del edificio de una sola planta hay personas de distintas edades, murmurando para sí o moviéndose rítmicamente o tenidas en el césped. Varias escapan cuando les ven entrar, gritando o simplemente con pánico en sus rostros. Ninguna lleva ropa y verlos tan delgados, tan enfermos, tan locos, hace que a Ignacio se le ponga la piel de gallina. Yo podría ser uno de ellos.

Adentro dos enfermeros de rostro pétreo esbozan sonrisas protocolares al saludarles con la mano, desvaneciendo la mueca cuando es el turno de Ignacio.

—Vengo a buscar empleo —dice el joven, llegando a la conclusión obvia.

—¿Sí? ¿Empleo? —dice una anciana sentada en una silla mecánica que se acerca chirriando desde un pasillo en penumbras, vestida con delantal blanco y una pequeña insignia del Cuerpo de Salud sobre el corazón—. ¿Qué puede ofrecer un joven no calificado como tú a esta institución?

Ignacio tiende su mano y la mujer la recibe sin una pizca de asombro, manteniendo la misma mirada pétrea de sus enfermeros.

—Ya veo —asiente la mujer—. Podrías serme de mucha utilidad, aunque requerirás de entrenamiento y tendrás que rendir exámenes de certificación antes de realizar cualquier actividad importante. Eso podría demorar años.

—Tengo toda la vida —ladra Ignacio, enrojeciendo ante la mirada escrutadora de la anciana.

—Me gusta eso, determinación. Ya veremos. Por ahora, ve a esa habitación de allí y ponte un delantal. Dudo que haya alguno de tu talla, pero por el momento servirá. Luego ve a mi oficina, es ésa de allá, para que comencemos. El turno nocturno comienza en una hora.

—¿No es un problema su edad? —interrumpe Andrés, asombrado de cómo se dan los acontecimientos.

—¿Por qué debería serlo? No es el primer sordomudo que viene a buscar empleo. Al último, eso fue hace treinta años... se lo raptaron unas tipas muy guapas para ponerlo a trabajar en algún cargo de alta responsabilidad en el Gobierno. Fue mi mejor empleado y comenzó cuando tenía apenas siete años. El día que se fue cumplía veinte. ¿Tú qué edad tienes?

—Cumplo trece años en una semana.

—Ah, Virgo. Yo soy Piscis, como si eso importara. Ahora, ve a por ese delantal y espera en mi oficina, mientras hablo una palabrita con tu padre.

—¿Cómo debo llamarla?

—Ya te lo dije, Piscis. El delantal te espera.

Durante todo el intercambio, los enfermeros permanecen impasibles de pie junto al mesón adornado con flores plásticas. Ignacio ve que el enfermero de la derecha le guiña un ojo en señal de complicidad, mientras el otro regresa a sus deberes de limpieza.

Andrés está con la boca abierta. Apenas su hijo entra a la oficina de Piscis, logra respirar nuevamente.

—¿Cómo...?

—Sé quiénes son ustedes y por qué están aquí —interrumpe la anciana, asegurándose que Ignacio no la puede oír—. Pero por tu expresión, me doy cuenta que el cómo se han dado las cosas no era parte de tu plan. Si te sirve de consuelo, mataste dos pájaros de un tiro.

»Esperaba ver a Ignacio desde hace mucho tiempo, pero al parecer han ocurrido demasiadas cosas en su vida, algunas bastante graves, que retardaron su arribo. Ahora puedes marcharte tranquilo, Andrés. Tu hijo está en las mejores manos y te aseguro que haré de él un hombre del que vas a sentirte orgulloso... Dije que es tiempo que te vayas. No me hagas llamar a mis leales gorilas para que te escolten a la calle.

Andrés se marcha atribulado. ¿Qué es lo que acaba de ocurrir? Extiende su vífono desechable y llama a Matilde para contarle lo sucedido. Me va a estrangular...

Ignacio espera vestido con un delantal demasiado grande arremangado sobre los codos. La oficina de Piscis es un espacio sin adornos, sin escritorio, completamente vacío excepto por una extraña silla de una sola pata que le obliga a mantener las dos piernas rígidas para no caerse.

—En realidad viniste por Carmen —dice la mujer al entrar a la oficina, esta vez sin hacer ningún sonido al avanzar en su silla mecánica. Los muros se encienden al instante con gráficos, textos y videos en rápida procesión sobre el papel tapiz interactivo. Ignacio olvida por un segundo que se mencionó a su accidentada única amiga, soñando despierto con una oficina igual a ésta para él—. Tu padre no se esperaba tu resolución al pedirme empleo. ¿Se te ocurrió así de pronto?

—¿C-Carmen?

Ignacio está rojo y mareado. ¿Carmen está aquí?

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora