—Su hijo es un niño totalmente sano —susurra el médico como si hablara a un público somnoliento. Reafirma su diagnóstico con un apretón de manos a su paciente ansiosa, la joven Matilde Díaz, y a su acompañante, Andrés Suárez, que no puede evitar el absurdo sentimiento de culpa que le carcome las entrañas.
—¿Pero por qué no lo podemos oír? —pregunta Andrés restregando sus ojos hinchados de tanto insomnio. Extrae un pañuelo desechable del bolsillo delantero de su calzoncillo y se suena la nariz con estridencia.
Para responder, el médico toma las manos de ambos y les transmite su diagnóstico con seguridad, enviando pensamientos tranquilizadores junto con su mensaje y algunos memes técnicos. Hay un pequeño grupo de niños que nacen con su capacidad empática disminuida o anulada. Este porcentaje es marginal y se sabe de ellos por la estadística mundial de discapacitados parciales. Cualquier sordomudo puede aprender a desarrollar su voz y ser una persona normal y competente en su vida adulta.
Andrés retira su mano. A pesar de las virtudes de la comunicación directa mediante el tacto, prefiere el sonido de su propia voz.
—No quiero que sufra lo que yo sufrí. Mi madre supo que me esperaba después del tercer mes de embarazo. ¡Pensaba que estaba gorda! Recibió una multa por no contar con permiso para procrear y ya era demasiado tarde para un aborto. No se cansó de recordármelo hasta el día que murió —los músculos de su rostro se tensan con ese recuerdo—. No me quería escuchar, no la podía entender...
—Hay un lazo instintivo que trasciende al lenguaje y el idioma —dice Matilde mirando a Andrés con reprobación, jugando con el elástico de su calzón de embarazada que la hace ver más gorda de lo que quisiera.
—Es verdad —aprueba el médico—. Antes de nuestra era las personas sólo podían comunicarse de manera parcial e imperfecta. Ocupaban sus cuerdas vocales y sus tímpanos para enviar y recibir códigos que el cerebro debía codificar y decodificar, como hacemos ahora en esta misma habitación, con la diferencia que les era más fácil engañar y mentir y los mensajes se perdían en el proceso de traducción…
—¿Y dónde está ese lazo instintivo? —gruñe Andrés, evitando la mirada de su mujer.
—A eso iba —el especialista extiende una mano pero Andrés no se mueve, manteniendo la mirada fija en el médico—. En esa época la raza humana se mantenía unida por lazos instintivos embebidos en nuestros genes, más antiguos que la cultura y que la historia. Es nuestra memoria genética. La unión entre la madre y su hijo es algo tan natural y poderoso que resulta ridículo pensar que la ausencia del lazo empático pueda implicar algún grado de desapego...
—¿Está ignorando las políticas eugenésicas del siglo XXI? —interrumpe Andrés—. Parte de ese instinto pudo perderse para siempre, junto con el apéndice y el himen y otras características indeseables...
—Pon mucha atención —dice el médico con severidad—. Tu hijo está sano. Lo único que es distinto en su caso es que no se comunica con su madre, ni contigo ni con nadie a través de ella. Pero al igual que nuestros ancestros sordomudos, será capaz de aprender y encontrar su voz con adiestramiento. Eso es un hecho.
Se miran desafiantes por un minuto que parece eterno. Matilde mantiene las manos sobre su vientre, el bebé da patadas y ella es incapaz de saber por qué. ¿Está enojado? ¿Está feliz? ¿Sabe que pronto saldrá al mundo?
—Doctor —comienza Andrés, intentando parecer calmado—, nos está diciendo lo mismo que los demás especialistas que hemos visitado. Está comprobado que el feto no escoge comunicarse con su madre. Es la madre la que se comunica con el bebé en su interior cuando el pequeño todavía no ha desarrollado sus barreras mentales. Hasta las émpatas principiantes de principios del siglo XXII podían comunicarse con sus hijos...
Matilde golpea la mesa que tiene ante sí, su rostro distorsionado en una mueca de dolor. Andrés se da cuenta de su error y se acerca, arrodillado junto a ella, implorando su mirada, apretando fuerte sus manos.
—¡Sabes que no es tu culpa! No es eso lo que intento decir —y a través del tacto Matilde lee su mente, seca sus lágrimas y besa a Andrés en la frente. Él permanece arrodillado, mirando al médico de reojo—. ¿No hay nada que podamos hacer?
El especialista esperaba este momento. Se acerca a la pareja y pone sus manos frías en los cuellos de cada uno.
Matilde siente la desesperación y llora a gritos. Andrés es sólo furia y empuja al médico de vuelta a su asiento, gritando.
—¡De ninguna manera!
La pareja se marcha arrastrando los pies, llorando y sintiendo que no hay mayor castigo en el mundo.
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Sordomudo
Science FictionSegunda mitad del siglo XXIII. En un mundo en el que la comunicación directa de las mentes a través del tacto es tan normal como respirar, un joven demuestra tener el don más raro de todos: la capacidad de mantener secretos. Sordomudo es una novela...