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Luego de los extenuantes exámenes de nivelación, Ignacio inicia el primer ciclo lectivo de la secundaria sin Carmen, sin ansiedad ni expectativas. Ingresa al Liceo junto con tres mil estudiantes más, completando la población flotante de veinte mil jóvenes provenientes de toda la región en cuatro ciclos lectivos de alta exigencia.

El establecimiento es una ciudad monstruosa de cinco edificios laberínticos y luminosos, un campus con múltiples salones para todo propósito, dotada con decenas de buses que recorren sus calles y centros de esparcimiento con todo tipo de entretenimientos y áreas de estudio.

Y desde el primer día Ignacio sabe que no pertenece a ese lugar. Es el único que lleva uniforme, cumpliendo con lo que indica el Reglamento General de Establecimientos de Educación que todos prefieren ignorar. El resto de los estudiantes van completamente desnudos a sus clases y talleres, una oda a la perfección del cuerpo humano en su periodo de mayor vigor, o con trajes térmicos transparentes que es prácticamente lo mismo, más el taparrabos que es exigido en el transporte público y las bibliotecas por razones de salubridad.

Ignacio es el único que carga un bolso con rollos que contienen cientos de libros obsoletos, se pasa horas leyendo en lugares tranquilos o durante el viaje de cinco horas diarias en bus. Debe leer de todo para mantenerse a la par con sus compañeros de curso, que a su vez obtienen toda la información de sus profesores y pares por simple transmisión memética rutinaria, sin ningún esfuerzo. Y sin importar cuánto estudie, su capacidad de retención ya no es la misma por causa de los fármacos.

Es el único que no disfruta al tocar ni ser tocado, en esta edad en que los jóvenes émpatas se entregan totalmente al placer sin restricciones, sin conocer enfermedades ni tabúes, sin miedos ni frustraciones, cuya única preocupación real en la vida es lograr el nivel de análisis correlacional e independencia conceptual y técnica necesarias para formar parte de la estructura productiva.

No tiene amigos. Por más que intenta entablar conversación, nadie le quiere cerca. ¿Creerán que los voy a contagiar? Pero la verdad es otra, en un mundo donde el secreto no existe, un Ocultista es algo extraño y peligroso. Podría cometer las atrocidades más increíbles, violar, asesinar, robar, mentir, y seguir siempre impune. Esta idea absurda empapa todo lo que toca, sus compañeros de clase incluso evitan rozarlo.

En más de una oportunidad escucha que alguien le grita pajero cuando camina por el parque. ¿Pajero, yo? Los medicamentos tienen su libido por el suelo, ni siquiera le parece agradable observar a las chicas de belleza contumaz paseándose como yeguas en celo por el campus. Y la horrible palabra se repite una y otra vez, aventada desde rincones oscuros o la complicidad grupal, en voces masculinas y femeninas, camufladas o no.

Ignacio no sólo se siente frustrado, degradado, humillado y discriminado. Sabe que los cuatro años de Liceo serán iguales a éste, sino peores, no sólo en lo social que a esta altura de su corta vida le importa un bledo. Que lo llamen pajero es sólo una expresión de toda la mediocridad homologada de sus coetáneos. Todos piensan igual y no se espera nada novedoso de ellos, ni siquiera a la hora de buscar un insulto. Lo único que le aterra es que sin importar cuánto se esfuerce ni cuánto trasnoche, no logra mantener el mismo nivel de aprendizaje que los demás. La cantidad de información que debe procesar en el escaso tiempo del que dispone no se compara con la absorción privilegiada de memes contextuales y simbólicos pre digeridos. Está por sobre su capacidad fisiológica.

Tal vez no logre salir airoso de este proceso, las reglas a la hora de ingresar al Liceo fueron claras, ley pareja no es dura y no se le puede tratar de manera excepcional. Realiza pruebas orales con las IAs de cada ramo mientras sus compañeros de clase hacen fila para dar la mano al docente, que les deja ir con un “aprobado” verbal en menos de un minuto, cosa de rutina. Si el alumno tiene algún vacío de conocimiento, el mismo docente lo llena sin hacer distingo. Todos salen aprobados y nivelados. Cuando la fila se acaba, Ignacio aún no ha terminado de responder la primera pregunta de desarrollo, de un total de diez.

Cada nuevo día reafirma su convicción de que no debe estar allí. La estructura educativa no se ajusta para su problema particular, ni siquiera con las concesiones dadas a la hora de demostrar lo que sabe. Preferiría estar conectado a unos lentes de polímero interactivo todo el día desde su casa, no haría ninguna diferencia, pero esa facilidad sólo se le da a los enfermos crónicos y los incapacitados para viajar.

Ignacio no sabe si sentirse discriminado baste para expresar lo que siente. 

SordomudoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora