Capítulo 37

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Es difícil saber cuando vale la pena renunciar o vale la pena luchar hasta el final, sabiendo que tu último aliento se fue luchando por lo que de verdad querías. Aunque es después, cuando has perdido hasta las fuerzas cuando puedes darte cuenta realmente de si todo ha valido la pena o si las perdidas no valen tanto como el objetivo. A veces escuchamos a gente hablar del valor de no rendirse pero nadie habla del valor de hacerlo, el valor de ser capaz de que la luz de tu resplandeciente objetivo no pueda cegarte para ver los abismos en los que puedes caer intentando saltar hacia delante.

Blanca sintió el frío en su piel aun estando sus ojos cerrados y su cuerpo bajo las sábanas. Despertó pensando en su horrible ausencia y escuchó a su madre y sus hermanos ya en casa. Se habría ido antes de que pudieran verle allí.

Se levantó de la cama abrigándose con la sábanas.

Dio la luz y leyó una nota encima del escritorio:

"Algo tan bonito nunca se deshará entre lágrimas, al menos estando yo con vida, respirando, contigo."

Blanca esbozó una leve sonrisa y desbloqueó su móvil, que estaba debajo de la nota. Al hacerlo, vio una foto tomada con ese mismo móvil. Era ella, durmiendo, arropada con las sábanas blancas que aun estaban sobre su piel. Su rostro transmitía paz y parecía feliz, justo en ese instante parecía tan inmersa en felicidad como en el sueño, sin pensar, sin importarle nada a su alrededor. Salió de la galería y bloqueó el móvil. En la foto la luz del atardecer le aportaba aun más magia al momento pero ahora ya era de noche, era todo oscuridad, Blanca miró por la ventana para ver si la luz de la ventana de la habitación de Lucía estaba encendida pero no era así.

La chica de la casa de enfrente estaba metida bajo las sábanas, inmóvil, atormentándose como llevaba todo el día haciendo.

No podía decirle nada a sus padres, pensarían que estaba completamente loca y tendría que ir al psicólogo como Blanca.

Sabía que no dormiría en absoluto y el miedo la mantenía aún inmóvil y arropada con las sábanas.

Tampoco le contó a sus padres que se había cargado la pantalla del móvil, aunque desde que lo rompió, no volvió a encenderlo para nada, si no que lo había guardado en un cajón del escritorio sin intención de volver a sacarlo nunca más, o al menos hasta que fuera capaz de volver a cogerlo para tirarlo bien lejos y comprar otro.

La casa volvía a estar a oscuras y en silencio absoluto, como cada noche.

Lucía entró en pánico de nuevo cuando escuchó como si alguien acariciara la pared mientras caminaba con un calzado que hacía el mismo ruido que cuando ella caminaba por su casa con las botas de equitación.

No tardaron mucho en llegar a sus oídos unos extraños susurros ininteligibles.

Lucía tenía el corazón a mil y su fuerte respiración no le permitía escuchar con claridad los susurros.

La chica cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Gracias a ello, pudo aproximarse a lo que decían los susurros.

"-Esto no se hace Lucía."

"-No."

"-Tú tienes la culpa de que ella viva engañada."

"-Nunca has querido ayudarla, no intentes engañarte ahora a ti misma con esa idea."

Todo ello dicho por una misma voz, muy clara pero muy muy lenta.

Los susurros cesaron y Lucía temblaba en su cama. El corazón se le salía del pecho.

Una luz se encendió dentro del cajón de su escritorio y el pitido de su móvil al encenderse la sobresaltó.

Lucía se levantó aún temblando y tratando de controlar la respiración.

El septiembre que nos sobra y el agosto que nos falta © TERMINADA | EN EDICIÓN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora