El Norte no cede

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Pyat no la había visitado, Larra tampoco, pero supuso que la noche ya había pasado, y un día más, su estómago se lo decía. Durante ese tiempo no sólo no había comido, tampoco había dormido, notaba algo moviéndose en las sombras, luces parpadeando, o tal vez ojos mirándola, pero no quería cerrar los suyos, sus padres no estaban para aterrorizar a los monstruos que la acechaban. Sus padres.

Ana sentía un inmenso dolor, uno físico en su cuerpo sí, pero también uno en el corazón. Era hija de sus padres, no porque un papel lo dijera, era porque la sangre así lo demandaba; había pasado su infancia recibiendo ciertas miradas extrañas, ojos que entendió el día en que aprendió la palabra bastarda, y otros que cobraron más sentido cuando aprendió incesto. "Son estupideces" le solía decir su padre, "no eres hija mía" le aseguraba su tía Sansa, pero eso no evitaba que le hicieran menos daño. Con los años parecía ser aceptada, como si sus actos la hicieran merecedora de sus casas, pero pensaba en las miradas que caerían sobre sus hermanos y volvía a dolerle el corazón. Cuando alcanzó la madurez, al menos para la época, se sintió débil, era una niña a la que una mujer había abandonado en la nieve del invierno para que muriera, no tenía sangre de las grandes casas, menos aún de la casa regente, ¿cómo iba a gobernar?

Dolor,  por la incertidumbre, por la deshonra, por el abandono, por la ineptitud. Siempre estaba sonriendo, "la dama de la sonrisa eterna" la había apodado Jaime Lannister, pero esa sonrisa tan sólo ocultaba dolor, por no creerse merecedora de la felicidad que la embriagaba.

La puerta sonó, debió de abrirse, entonces notó unas manos sobre su cadera, envolviéndola y alzándola tratando de aliviar el dolor de sus hombros, Ana parpadeó pesadamente.

-Mi princesa, ¿qué os han hecho? -susurró la voz más para sí misma que para ella

-Larra -musitó dejando escapar dos lágrimas -Déjame

-No, mi señora, no... ¿por qué no le dais lo que quiere?

Ana se agitó intentando que la joven la soltara, pero Larra se aferraba a ella con fuerza.

-Jamás, antes muerta -rugió la pelirroja -El Norte no cede, el Norte no olvida, nosotros no huimos, le sonreímos a la muerte, le escupimos en la cara y nos vamos a casa

Larra pareció reír, pero Ana no estaba segura, notó entonces las cadenas abrirse y su cuerpo caer, la joven la atrapó entre sus brazos, la pelirroja se dejó llevar recordando cómo su padre la había cargado la última vez que lo vio. Mordió su labio para no romper a llorar llamándolo.

Larra la dejó en una esquina y encendió un par de antorchas, Ana cerró los ojos incómoda, pues ya estaba hecha a la oscuridad, la joven desapareció por la puerta y luego resurgió con un saco relleno de paja, pero a la menor le pareció seda con plumas. Larra le trajo comida, agua y algo de pescado, luego también carne, la princesa podría comerse un mamut en aquel momento.

La mayor estaba sentada frente a ella sobre el saco, mirándola comer, sonriendo para darle tranquilidad, pero si algo caracterizaba a Ana, es que nunca estaba tranquila hasta que conocía todas las respuestas.

-No cederé, él lo sabe, me dijo que esperaba hacerlo por la vía fácil -dijo Ana después de tragar, no debía olvidar ciertos modales -Así que ahora viene lo difícil, Larra, ¿sabes algo?

Larra la miró inquieta, se arrimó a su lado y susurró en su oído.

-Tan sólo he oído que "la poseerá", no sé qué es, mi señora, pero algo se cierne sobre vos... y si Pyat no puede tomar vuestro vientre, eso tomará todo vuestro ser

Ana tragó fuerte, su miedo no se diluía, temía lo que era: aquello que corría en las sombras y la miraba con ojos rojos.

-Salí de Fuerte Terror para meterme en Casa Austera -susurró la muchacha, Larra la miró extrañada -Es una expresión que nació tras la batalla de mis padres

Para intentar distraerla, pues la mayor había detectado el terror en sus ojos, le pidió que se lo explicara con detalle, y después de aquello todo lo demás, lo que fue después, lo que fue antes, y lo que su tío Bran vio que pudo haber sido. A Ana le llevó todo el día, o eso debió de ser, porque comió dos veces. Entonces la noche cayó y Larra se levantó para macharse, Ana se aferró a su tobillo, echada en el suelo de rodillas aferrada al tobillo de una sirvienta, suplicando que no se fuera, que no la dejara sola.

-Hay algo en las sombras, Larra, algo oscuro que se mueve y me mira... no me dejes, por favor, te lo suplico, no me dejes aquí sola

Larra se giró y la miró, sin poder y suplicando en el suelo, con la mirada perdida pero llena de terror, se agachó y tomó su barbilla despacio.

-Me quedaré, pero con una condición... Si el amo Pyat me descubre, me castigará, y entonces estaréis sola para siempre

Ana asintió rápida y seguidamente, no le importaba cuál fuera la condición, lo haría. Larra sonrió, un gesto extraño, ya que era una mezcla entre ternura y victoria, entre amor y algo que Ana no sabría decir, pero juraría que le recordaba a su padre en algo. La mayor entonces acercó su rostro mirándola a los ojos, Ana permaneció quieta, y al igual que el primer día, dejó un simple beso sobre sus labios; Larra miró a la princesa a corta distancia, con sus narices aún juntas, y esta no dijo ni hizo nada, así que volvió a besarla.

Los ojos de ambas se entornaron, el pulgar de Larra separó los labios de Ana, y al fin la besó de verdad. Su cuerpo caía lentamente hacia delante mientras el de Ana se tumbaba sobre el saco, el peso de la mayor la cubría, pero aún no la aplastaba; Larra entonces perfiló los labios con la punta de su lengua, escuchó a la joven suspirar, y ladeando su rostro lamió la húmeda contraria. Las manos de Ana se deslizaban por la cadera de la mayor, acariciando lentamente la piel, mientras su boca inexperta respondía a los toques externos.

Larra tomó sus piernas, notando la níbea piel bajo las yemas de sus dedos, palpando como se erizaba con las caricias, distinguiendo qué partes eran más firmes y cuáles más tiernas; continuó subiendo poco a poco hundiendo los dedos en los muslos de la menor, que arañaba su espalda con unas uñas que parecían haber salido como a los gatos, lentamente su tacto se hundió más hasta que llegó debajo del corto camisón. Larra paró entonces, recorrió la boca de la menor una última vez y se separó, bajó de encima del cuerpo de Ana y se tumbó a su lado, mirándola, extendió entonces sus brazos acogiéndola.

Ana se hundió en su pecho, siendo rodeada por las bronceadas manos, sintiéndose protegida, su pierna se coló por encima de la cadera de la mayor. Postura habitual de dormir que sin duda había heredado de su padre Jon, el cual se agarraba como una lapa a su esposo en la noche, no es que a Robb le importase.

-Dormid, yo vigilaré

Ana asintió levemente, escondiendo el rostro en el pecho de la mayor, que aunque menor que el suyo, suponía una agradable almohada en aquella tosca cama. Larra acarició su piel para que se tranquilizara, su mano se coló por debajo de la camisola, rozando su espalda levemente. Al principio juraría que no tenía el efecto deseado, pues podía notar a la menor temblar, arañar su brazo e incluso humedad cerca de su pierna. Aquella vez lo ignoró e insistió hasta que la menor se quedó plácidamente dormida, pero aquel sería un dato que no olvidaría la próxima vez.

El lobo de fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora