Nico XLV

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Alrededor de ocho kilómetros al este del campamento, un todoterreno negro estaba aparcado en la playa.

Ellos amarraron el barco en un muelle privado. Nico ayudó a Dakota y a Leila a arrastrar a Michael Kahale hacia la orilla. El tipo grande todavía estaba semiconsciente, murmurando lo que Nico asumió que eran lla-madas de fútbol: 'Rojo doce. Derecha treinta y uno. Vamos'. Entonces comenzó a reírse sin control.

—Lo dejaremos aquí —dijo Leila—. Solo no lo amarren. Pobre tipo...

—¿Qué pasa con el coche? —preguntó Dakota—. Las llaves están en la guantera, pero, eh, ¿puedes con-ducir?

Leila frunció el ceño.

—Pensé que tú podías conducir. ¿No tienes diecisiete? —¡Nunca aprendí! —dijo Dakota—. Estaba ocupado. —Lo tengo cubierto —prometió Nico.

Ambos se miraron.

—Tú tienes, como... catorce —dijo Leila.

Nico disfrutaba lo nervioso que los romanos actuaban a su alrededor, a pesar de que eran combatientes más viejos, más grandes y más experimentados.

—No dije dicho que yo estaría detrás del volante.

Se arrodilló y colocó su mano en el suelo. Sintió las tumbas más cercanas, los huesos de los seres humanos olvidados, enterrados y dispersos. Buscó aún más profundo, extendiendo sus sentidos al inframundo.

—Jules-Albert. Vamos.

El suelo se dividió. Un zombi con un traje andrajoso de automovilista del siglo XIX se abrió camino, us-ando sus garras, hacia la superficie. Leila dio un paso hacia atrás. Dakota gritó como un niño de preescolar.

—¿Qué es eso, hombre? —Dakota protestó.

—Este es mi chofer —dijo Nico—. Jules-Albert terminó de primero en la carrera automovilística de París-Rouen allá en 1895, pero no se le concedió el premio porque su coche a vapor utilizaba un fogonero.

Leila se le quedó mirando. —¿De qué estás hablando?

—Es un alma inquieta, siempre en busca de otra oportunidad para conducir —dijo Nico—. En los últimos años, ha estado siendo mi chofer cada vez que lo necesito.

—Tienes un chofer zombi —dijo Leila.

—Pido el asiento delantero —Nico se subió en el lado del pasajero. A regañadientes, los romanos se sub-ieron en la parte de atrás.

Una cosa acerca de Jules-Albert: él nunca se emocionaba. Podía sentarse en el tráfico que atraviesa la ciu-dad todo el día sin perder la paciencia. Era inmune a la ira de carretera. Incluso podría conducir directamente a un campamento de centauros salvajes y desplazarse a través de ellos sin ponerse nervioso.

Los centauros no eran como nada que Nico había visto en su vida. Tenían sus extremidades de atrás como palominos, tatuajes sobre todos sus brazos peludos y el pecho, y cuernos alcistas que sobresalían de la frente. Nico dudaba que pudieran mezclarse entre los humanos tan fácilmente como Quirón lo hacía.

Al menos doscientos estaban entrenando sin descanso con espadas y lanzas, o asando los cadáveres de animales sobre el fuego (centauros carnívoros... la idea hizo que Nico se estremeciera). Su campamento se derramaba a través de la carretera rural que serpenteaba alrededor del perímetro sureste del Campamento Mestizo.

El todoterreno se abría camino a empujones, tocando la bocina cuando era necesario. En una ocasión un centauro miró a través de la ventanilla del lado del conductor, vio al conductor zombi y retrocedió en sorpresa.

La Sangre del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora