XLII: Piper

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El padre de Piper solía decir que estar en el aeropuerto no contaba como visita a una ciudad. Piper sentía lo mismo por las alcantarillas.

Desde el puerto de la Acrópolis, ella no vio nada de Atenas excepto oscuridad y túneles putrefactos. Los hombres serpiente los llevaron a través de una rejilla de hierro en los desagües del muelle, directamente en su guarida subterránea, que olía a pescado podrido, moho y a piel de serpiente.

El ambiente hacía difícil cantar acerca del verano y el algodón y la vida fácil, pero Piper continúo. Si se detenía por más de un minuto o dos, Cécrope y sus guardias comenzaban a silbar y a verse enojados.

—No me gusta este lugar —murmuró Annabeth—. Me recuerda a cuando estaba debajo de Roma.

Cécrope silbó a carcajadas. —Nuestro dominio es mucho más antiguo. Mucho, mucho más.

Annabeth deslizó su mano hacia la de Percy, lo que hizo sentir a Piper desanimada. Deseó que Jason estuviese con ella. Diablos, se habría conformado incluso con Leo. Aunque tal vez no se habrían tomado de las manos. Las manos de Leo tienden a estallar en llamas cuando está nervioso.

La voz de Piper se hizo eco a través de los túneles. Mientras viajaban más lejos por la guarida, más personas serpiente se reunieron para escucharla. Pronto tuvieron un cortejo que los seguía por detrás: decenas de gémini totalmente oscilantes y deslizándose.

Piper había cumplido con la predicción de su abuelo. Había aprendido el canto de las serpientes: que resultó ser un número de George Gershwin en 1935. Hasta ahora ella incluso había logrado que el rey serpiente se mantuviera sin morder, al igual que en la vieja historia Cherokee. El único problema con esa leyenda: el guerrero que aprendió la canción de la serpiente tuvo que sacrificar a su mujer por el poder. Piper no quería sacrificar a nadie.

El frasco con la cura del médico todavía estaba envuelto en un paño de gamuza, metido en la bolsa de su cinturón. Ella no había tenido tiempo de consultar con Jason y Leo antes de irse. Sólo tenía que esperar que todos se reunieran en la cima de la colina antes de que alguien necesitara la cura. Si uno de ellos moría y ella no podía llegar a ellos...

Sólo continua cantando, se dijo a sí misma.

Pasaron a través de cámaras de piedra en bruto llenas de huesos. Subieron laderas tan empinadas y resbaladizas que era casi imposible mantenerse en pie. En un momento dado, pasaron una cueva cálida del tamaño de un gimnasio lleno de huevos de serpiente, sus cimas cubiertas con una capa de filamentos de plata como una especie de oropel viscoso navideño.

Más y más personas serpiente se unieron a su cortejo. Deslizándose a sus espaldas, lo que sonaba como un ejército de jugadores de fútbol arrastrándose con papel de lija en sus zapatos.

Piper se preguntó cuántos gémini vivían aquí. Cientos, quizá miles.

Le pareció oír su propio corazón haciendo eco a través de los pasillos, cada vez más fuerte cuanto más profundo se iban. Entonces se dio cuenta de que el persistente boom ba-boom era en torno a ellos, resonando a través de la piedra y el aire.

Me despierto. Una voz de mujer, tan clara como el canto de Piper.

Annabeth se quedó helada. —Oh, eso no es bueno.

—Es como en el Tártaro —dijo Percy, con voz nerviosa—. ¿Te acuerdas de... los latidos de su corazón? ¿Cuando apareció...?

—No —dijo Annabeth—. Simplemente no lo hagas.

—Lo siento —A la luz de su espada, la cara de Percy era como una gran luciérnaga: una mancha mo-mentánea suspendida en el aire brillando en la oscuridad.

La Sangre del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora