XLVIII: Nico

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Nico quería gritar: ¡Tiempo fuera! ¡Paren! ¡Deténganse!

Pero sabía que no haría ningún bien. Después de semanas de espera, agonizantes y molestas, los Griegos y Romanos querían sangre. Tratar de detener la batalla ahora sería como tratar de hacer retroceder una inundación después de que la represa se rompió.

Will Solace salvó el día.

Él se puso los dedos en su boca haciendo un silbido más horrible que el anterior. Varios Griegos soltaron sus espadas. Un murmullo pasó por la primera línea romana como si toda la Primera Cohorte se estremeciera.

—¡NO SEAN ESTÚPIDOS! —gritó Will— ¡MIREN!

Él apuntó al norte, y Nico sonrió de oreja a oreja. Decidió que existía algo más hermoso que un proyectil fuera de curso: La Atenea Partenos relucía en el amanecer, volando desde la costa, suspendida de las ataduras de seis caballos alados. Águilas romanas los rodeaban pero no atacaron. Algunas de ellas incluso se precipitaron, y tomaron algunas cuerdas para ayudar a llevar la estatua.

Nico no veía a Blackjack, lo que le preocupaba, pero Reyna Ramírez-Arellano montaba sobre la espalda de Guido. Su espada sostenida en alto. Su capa morada brillaba extrañamente, atrapando la luz del sol.

Ambos ejércitos miraban fijamente, estupefactos, como la estatua de cuarenta pies alta de oro y marfil venía en aterrizaje.

—¡SEMIDIOSES GRIEGOS! —La voz de Reyna retumbaba como si fuese proyectada de la estatua mis-ma, como si la Atenea Partenos se hubiese vuelto una pila de parlantes de concierto—. ¡Observen su más sagrada estatua, la Atenea Partenos, tomada erróneamente por los Romanos! ¡Se las devuelvo ahora como señal de paz!

La estatua se asentó en la cima de la colina, como a veinte pies del árbol de pino de Thalia. Instantáneamente una luz dorada se esparció por el suelo, al valle del Campamento Mestizo y hacia abajo, el lado opuesto en las filas romanas. El calor se metió dentro de los huesos de Nico, una confortante, pacífica sensación que no había tenido desde... él no podía recordar. Una voz dentro de él parecía susurrar: No estás solo. Eres parte de la familia Olímpica. Los dioses no te han abandonado.

—¡Romanos! —gritó Reyna— ¡Hago esto por el bien de la legión, por el bien de Roma! ¡Debemos per-manecer unidos con nuestros hermanos Griegos!

—¡Escúchenla! —Nico marchó al frente.

Él no estaba seguro de porqué lo hizo. ¿Por qué lo escucharía alguno de los dos campamentos? Era el peor orador, el peor embajador de todos.

Aún así se metió entre las líneas de batalla, su espada negra en la mano. —¡Reyna arriesgó su vida por todos ustedes! Trajimos la estatua a través de medio mundo, Romanos y Griegos trabajando unidos, porque debemos unir nuestras fuerzas. Gea se está despertando. Si no trabajamos juntos...

USTEDES MORIRÁN.

La voz sacudió la tierra. Los sentimientos de paz y seguridad de Nico se desvanecieron instantáneamente, el viento barrió la ladera. El suelo mismo se volvió fluido y pegajoso, el zacate jalaba de las botas de Nico.

UN GESTO INUTIL.

Nico sintió como si estuviera de pie en la garganta de la diosa, como si toda la longitud de Long Island resonara en sus cuerdas vocales.

PERO SI LOS HACE FELICES, MORIRÁN JUNTOS.

—No... —Octavian se arrastraba hacia atrás—. No, no... —se le quebró la voz y corrió, empujando a través de sus propias tropas.

—¡CIERREN FILAS! —gritó Reyna.

Los Griegos y los Romanos se movieron juntos, de pie hombro con hombro mientras a su alrededor la tierra temblaba.

La tropa auxilia de Octavian surgió hacia el frente, rodeando a los semidioses. Los dos campamentos juntos parecían un punto diminuto en un mar enemigo. Ellos harían su posición final en la colina del Campa-mento Mestizo, con la Atenea Partenos como su punto de reunión.

Pero aún así se encontraban sobre territorio enemigo. Porque Gea era la tierra y la tierra estaba despierta.

La Sangre del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora