L: Jason

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No había quedado nada de los gigantes, excepto montículos de ceniza, unas cuantas lanzas y algunas trenzas ardiendo.

El Argo II aún estaba a flote, apenas, amarrado a la cima del Partenón. La mitad de los remos del bote es-taban rotos o doblados. Salía humo de varias incisiones en el casco. Las velas estaban salpicadas con hoyos en llamas.

Leo se veía casi igual de mal. Se mantenía en medio del templo con los otros miembros del grupo, su rostro cubierto de hollín, sus ropas en llamas.

Los dioses se desplegaron en un semicírculo en lo que Zeus se acercaba. Ninguno de ellos parecía partic-ularmente jovial por su victoria.

Apolo y Artemisa estaban juntos en la sombra de una columna, como tratando de esconderse. Hera y Pose-idón tenían una intensa discusión con otra diosa en túnica verde y oro, probablemente Démeter. Niké trataba de poner una corona de laurel en la cabeza de Hécate, pero la diosa de la magia la apartaba. Hermes se acer-caba a Atenea, tratando de rodearla con un brazo. Atenea volteó su escudo aegis hacia él, y Hermes se fue.

El único Olímpico que parecía de buen humor era Ares. Se reía mientras hacía la pantomima de destripar a un enemigo, mientras Frank escuchaba con expresión cortés pero disgustada.

—Hermanos —dijo Zeus—. Estamos salvos, gracias al trabajo de estos semidioses. La Atenea Partenos, que una vez estuvo en este templo, ahora se mantiene en el Campamento Mestizo. Ha unido nuestra descen-dencia, y de esa forma nuestra propia esencia.

—Señor Zeus —habló Piper—. ¿Reyna está bien? ¿Nico y el entrenador Hedge?

Jason no podía creer del todo que Piper estuviera preguntando por la salud de Reyna, pero lo alegró.

Zeus frunció sus cejas del color de las nubes. —Tuvieron éxito en su misión. En este instante están vivos. Ahora, si están bien...

—Aún hay trabajo que hacer —interrumpió la reina Hera. Expandió sus brazos como si quisiera un abrazo grupal—. Pero mis héroes... han triunfado sobre los gigantes como creí que harían. Mi plan tuvo un éxito hermoso.

Zeus se volteó hacia su esposa. Un trueno sacudió Acrópolis. —Hera, ¡no te atrevas a tomar crédito! ¡Has causado tantos problemas como los que has solucionado!

La reina del cielo palideció. —Esposo, seguramente ahora ves que esta era la única forma. —¡Nunca hay solo una forma! —rugió Zeus—. Por eso es que hay tres Moiras, no una. ¿No es así?

En las ruinas del trono del rey gigante, las tres viejas asintieron en silencio. Jason notó que los otros dioses se mantenían alejados de ellas y de sus bates brillantes.

—Por favor, esposo —Hera trató con una sonrisa, pero estaba tan claramente asustada que Jason casi sintió pena por ella—. Solo hice lo que...

—¡Silencio! —bramó Zeus—. Desobedeciste mis órdenes. Aun así... reconozco que actuaste con inten-ciones honestas. El valor de estos siete héroes ha probado que no estabas completamente sin sabiduría.

Hera se veía como si quisiera discutir, pero mantuvo la boca cerrada.

—Sin embargo, Apolo... —Zeus lanzó una mirada hacia las sombras, donde estaban los gemelos—. Hijo mío, ven aquí.

Apolo se acercó como si caminara por la plancha. Parecía tanto como un semidiós adolescente que te haría dudar. No más de diecisiete años, y usaba vaqueros y una camiseta del Campamento Mestiza, con un arco sobre su hombro y una espada en su cinturón. Con su cabello rubio alborotado y ojos azules, podía haber sido el hermano de Jason tanto en el lado mortal como en el celestial.

La Sangre del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora