Capítulo 34.

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Charlotte

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Charlotte.

¿Alguna vez has tenido esa sensación cuando sabes que alguien está en la habitación contigo a pesar de que deberías estar sola?

Sí. Yo estoy teniéndola ahora mismo.

Mantengo los ojos cerrados y trato de mantener mi respiración constante, pero estoy al borde de un completo ataque al corazón.

Lentamente abro un ojo y veo a Scott sentado en el borde de mi cama sólo mirándome con expresión divertida.

—¿Puedo ayudarte? —murmuro contra la almohada, relajándome rápidamente.

—Tengo hambre y quiero panqueques.

—Quieres... ¡¿Cuántos años tienes, cinco?! Háztelos tú mismo —rezongo, dándome la vuelta y tapándome la cabeza con la colcha.

Aunque, pensándolo mejor, si él se hace su propio desayuno hay un 80% de probabilidades de que incendie la cocina o la casa entera.

Suspirando y destapándome, digo—: Dame cinco minutos.

Pero entonces, cuando termino de tallar mis ojos en un inútil intento de disipar el sueño y estoy a punto de levantarme de la cama, algo tibio y espumoso golpea mi rostro.

¡¿Qué demonios?!

Conmocionada, miro rápidamente hacia Scott, quien sacude delante de mí una lata de crema. Sus ojos se deslizan a mi rostro y una risa dura brota de su pecho. Rodando, cae de la cama con un sordo golpe en el suelo.

—No te rías, idiota. Me entró en los ojos. —Deslizándome de la cama, camino a tientas hasta el baño para lavarme el rostro. Que desperdicio de crema.

Él todavía se está riendo mientras se pone de pie y se sienta en mi cama jugando con la lata en su mano.

—Sólo por eso, tendría que dejar que te hagas tú solo el desayuno. Pero no quiero tener que llamar a los bomberos porque incendiaste nuestra casa. —Termino de secarme el rostro y vuelvo al cuarto.

Su cuerpo tiembla de la risa que está tratando de ocultar, pero cuando levanta la vista se ríe en voz alta.

—Pareces drogada.

¿Qué?

Rápidamente vuelvo al baño y me paro frente al espejo. Mis ojos se encuentran completamente irritados, y en efecto, parezco drogada.

—Juro que voy a matarle —murmuro volviendo a mi habitación y desconectando mi celular de su cargador—. Maldito idiota.

¿Las siete de la mañana? ¿En serio, Scott?

—No te quejes. No es atractivo. —Sin decir nada más, me toma en brazos y me tira por encima de su hombro.

—¡Voy a destriparte, maldito pendejo! Siete de la maldita mañana, ¡¿qué diablos te pasa?! ¡Bájame! —Comienza a bajar las escaleras, lo que provoca que revote levemente sobre sus hombros—. Cuidado, esta mierda duele. Tienes hombros realmente huesudos, ¿alguien alguna vez te dijo eso? —Me quedo sin aliento cuando me arroja al sillón de la sala de estar.

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