La peste del elfo

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Capítulo 7: La peste del elfo


Fresnia sintió como le levantaban por detrás del cuello, justo como a un gato, y como un gatito remojado, el pobre príncipe se puso a temblar cuando la orco lo depositó sin mucho tacto que digamos en el centro de la villa. Montón de orcos le miraban atentos.

―Escuchen todos ―exclamaba la orco, mientras se dirigía a los demás―, este elfo dice ser una especie de explorador. Dice, que quiere ver cómo vivimos.

Los demás pieles verdes se rieron y Fresnia temió lo peor.

―No tengo ningún problema con eso, ¿alguno lo tiene? ―fue lo que dijo la orco, acallando de pronto todas las risotadas y atrayendo hacia ella miradas de incredulidad y sorpresa.

―Pero eso no puede ser, ¿por qué tendríamos que quedarnos con este elfo?

―Porque ya es hora de que alguien cuente la versión de nuestra historia.

Fresnia temblaba, pero también sentía como la preocupación se alejaba de él.

―Todos te escuchan, ¿quién eres?

―Soy Gruñilda, la caudillo de estos orcos. Tú, elfo, ¿cuál es tu nombre?

Fresnia no sabía si debía dar o no su nombre verdadero. Con el enano fue diferente, pero no sabía cómo reaccionarían los orcos al enterarse de su noble procedencia.

―Fresnia... Me llamo Fresnia, soy un estudiante de ruinas y vine para recorrer las tierras exteriores de Lofildius.

―Eso está bien, pero no podrás hacer nada de nada apestando de esa forma.

―¿Apestando? ¿Qué peste?

―Todo tú apestas a algo muy dulce, como agridulce, es desagradable.

―Es..., es agua perfumada, la mejor de Lofildius.

―¿Quieres saber cómo vivimos? Pues no lo harás apestando. ¡Vamos, a lavarlo! ¡Y quiero que lo hagan bien! No quiero comer teniendo que sentir hedor elfo.

Gruñilda se alejó hacia una de las tiendas, Fresnia, se levantó con dificultad ya que sus piernas todavía temblaban, no sabía si seguirla o no, pero fueron manos ajenas los que decidieron por el príncipe.

Le llevaron como si fuese un saco de patatas, con fuerza y sin mucho tacto que digamos.

Un fuerte ruido indicó como el cuerpo de Fresnia se hundía en el rio. El príncipe salió farfullando, pero no tuvo tiempo de emitir queja alguna, fuertes manos le desnudaban sin delicadeza, toda una diferencia con las sirvientas reales del palacio quienes retiraban cada día y cada noche, las suaves vestimentas que llevase con la más cuidadosa manera.

Su pudor no fue respetado y trató de cubrirse con sus delicados brazos y manos de largos dedos. Manos mucho más fuertes le agarraron y empezaron a sumergirle en el agua que se le antojaba a fría pese al clima caluroso de alrededor.

Le sujetaron fuerte mientras hacían que se pusiere de cuatro patas y le embadurnaron con una sustancia que tenía un olor indefinido y que al contacto con el agua producía una espuma de color amarillo.

―¡Basta, me duele! ―protestaba mientras fuertes manos se restregaban sobre todo su cuerpo causando que su joven piel blanca se enrojeciese.

«¡No, me están lavando como si fuese un caballo!», pensaba entre alarmado y avergonzado.

Quiso retorcerse cuando vio que el aseo subía por entre sus muslos para dirigirse hacia su sexo y su ano.

―¡No, por favor! ¡Báñenme con delicadeza!... ¡Me duele!, me..., no...

Se sintió ultrajado, pero no hubo nada que hacer, se mordió el labio para soportar el dolor en un principio, y luego lo hizo para acallar los gemidos que consistían en una curiosa mezcla de pena y algo que jamás experimentó antes.

Cuando creyó que no podía soportarlo más, dejaron de restregarle todo el cuerpo. Una última inmersión en las aguas fue la acción para enjuagarlo. Esta vez la corriente líquida no le pareció tan fría debido a que su cuerpo parecía haber acrecentado su temperatura por alguna razón.

Era tanto el calor que emanaba de su piel, que al salir del rio y posarse sobre la playa, pudo ver cómo el agua, las pequeñas gotitas que cubrían su cuerpo, se evaporaban de inmediato.

―¿Y mi ropa?

―La están lavando, no estará lista para la comida así que deberás usar esto ―le contestó una de los orcos y le arrojó un grupo de pieles que parecían pertenecer a un enorme lobo gris de las montañas negras.

Fresnia se cubrió lo mejor que pudo, logrando que no mostrase mucho de su cuerpo desnudo debido a que la piel del lobo era muy grande, no obstante, no había nada para proteger sus delicadas plantas del pie.

―No creo que nada que usemos te quepa ―dijo un orco, el único que en ese momento llevaba botas de cuero muy gastado, los demás estaban caminando descalzos.

Los orcos avanzaron hacia la aldea, pero se vio que el joven elfo no podía seguirles el paso debido al dolor de las plantas de sus pies.

Una de las orcos se apiadó del príncipe y le trajo de vuelta sus botas, estaban mojadas pero no hubo más remedio.

―Luego te traeremos algo, cosita delicada, mientras, ponte tus botas, pero no olvides quitártelas en la tienda o la peste molestará a todos.

Fresnia asintió y se puso las botas. No le molestó mucho ya que hacía mucho calor ahora que estaba por completo seco, salvo su largo cabello.

Siguió a varios orcos hacia lo que parecía ser una tienda comunal, ya que no vio paredes cubiertas por pieles, salvo el techo, el cual era muy alto. Había una hoguera en el centro de la tienda y encima de este, fuego controlado. Había una abertura por lo alto para que el humo no molestase a quienes estuviesen bajo la sombra de las pieles.

Solo algunos orcos le miraban ya sea con atención o de reojo, los demás estaban muy ocupados en dirigirse a la tienda para atiborrarse de comida junto a su caudillo.

―«Gruñilda, es así como se llama», pensaba y por un momento se ruborizó al recordar su primer encuentro y una curiosa sensación de angustia nació en su pecho al no saber si la caudillo orco le reconoció o no.

CONTINUARÁ...

El amor no es rosa... ¡Es verde! (de Bolivia para el mundo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora