Amor en el calabozo

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Capítulo 31: Amor en el calabozo


De todos los calabozos en el subsuelo del palacio real, este de seguro era el más lóbrego y frígido que podía haber. Un prisionero se hallaba encadenado en la pared debido a su peligrosidad pese a que no era un hombre, sino una mujer, más en específico una orca de constitución muy alta y muscular, que en ese momento flexionaba las rodillas y dejaba caer todo su peso sobre sus muñecas aprisionadas por las esposas con cadenas, no por cansancio, sino por aburrimiento.

La puerta se abrió y un carcelero arrojó una antorcha al brasero de una de las esquinas, iluminando el pequeño espacio. Alguien más entraba, parecía ser una mujer elfo, alta, ataviada con un velo que cubría su cuerpo y rostro.

―Mi señora, no sé si esto sea prudente...

―Dejadnos solas.

Así lo hizo el carcelero y cerró la puerta de la celda.

Gruñilda pareció no darse por enterada ante la presencia de la elfo, pero si levantó un poco el rostro al ver como las brasas hacían que cierta daga despidiese suaves destellos.

«Solo será cuestión de un momento», pensaba Glaedes, mientras se acercaba a la prisionera, controlando los temblores de sus piernas al apretar con fuerza el mango de la daga; su intención: degollar a Gruñilda intuyendo que era justo ella la que dañó en alguna forma la mente de su amado hijo; no tenía cierta idea de cómo sucedió eso y le aterraba descubrirlo.

Cuando la reina llevó la daga al cuello de la orco, ambas miradas se encontraron. La reina tenía el ceño fruncido, pero un brillo de terror era desplegado por sus ojos, mientras que Gruñilda la observaba con calma.

La reina no pudo sino darse la vuelta y salir con prisas de la celda, no podía eliminar una vida así como así, aunque esta fuese la responsable del estado en el que se encontraba su hijo.

El fuego de las brasas se extinguió luego de un momento y de nuevo la celda se sumió en las tinieblas.

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No podía precisar cuánto tiempo pasó, solo sabía que las tripas le rugían por el hambre, así como su garganta pedía a gritos ser refrescada por lo que sea que pudiese beber.

En ese momento vio como el brillo de una antorcha iluminaba el suelo del piso, más allá de la puerta de su celda.

Cuando creyó que entraría el carcelero con algo de comida, se repitió la escena anterior con la reina.

«Creo que ya llegó mi fin», pensaba Gruñilda. «La mujer de hace rato no tuvo el valor de matarme, así que envió a otro a hacer el trabajo sucio..., propio de los elfos».

Las cosas resultaron muy diferentes, el desconocido traía mucha más madera para las brasas, así como comida y bebida.

Una vez encendido el brasero y retirado el carcelero, el desconocido se quitó una especie de velo negro y corto que hacia juego con el resto de sus vestiduras unisex, era Fresnia.

Gruñilda quiso decir algo, pero sus labios fueron acallados por el beso de Fresnia, quien compartía con la orca lo húmedo de su lengua y sus lágrimas.

―Te extrañé.

―¿¡Y crees que yo no a ti?! Pero lo que hiciste fue una estupidez, ¿Qué planeabas hacer?

―Quería rescatarte de la boda y luego huir contigo.

―Jamás lo hubieses logrado con todos los caballeros del reino, por Praeles y Lunar, no entiendo cómo fue que llegaste a ser la líder de la tribu.

―Habrá que preguntarle al Gran Chancho.

Fresnia no dijo nada, mantenía el ceño fruncido, pero el temblor en la comisura de sus labios le delataba; liberó las muñecas de su amante y le ofreció la comida y bebida que trajo consigo.

En medio del atracón que se daba Gruñilda, le hizo saber que podría simular secuestrarle para así los dos poder escapar, pero la explicación que le diese el príncipe respecto a lo disciplinado de la guardia del palacio convenció a la orco que cualquier intento de fuga sería un fracaso.

Vino un silencio que para sorpresa de Gruñilda fue interrumpido por Fresnia.

No fue la orco quien llevó esta vez la iniciativa, sino el joven elfo, quien casi rasgó sus vestiduras con tal de quedar desnudo frente a su vigorosa amante.

―Fresnia...

El príncipe no escuchaba, solo se acercó a Gruñilda como si fuese un gato predador y le quitó el taparrabos, así, ambos estaban desnudos y comenzó el amor con una pasión tal, que el calor de sus cuerpos calentó la celda mucho más de lo que podía hacer el humilde brasero.

Fresnia llevaba la iniciativa, concentrándose en no gemir como la anterior vez en el campamento orco, y para esto ponía presión en su mandíbula, también puso el máximo empeño en su columna y sus caderas para moverlas con un frenesí delicioso que llevó a ambos al orgasmo.

Los brazos del príncipe y sus músculos se habían fortalecido en la tribu de los orcos, y se lo demostraba a su compañera, alzando su verde pierna así como la cambiaba de posición una y otra vez luego de llegar los dos juntos al clímax.

No hubo delicadeza esta vez y a Fresnia no le importó en lo más mínimo cómo explicaría las marcas de pasión en sus labios, cuello y cuerpo, no, lo único que importaba en ese momento era estar con Gruñilda y al diablo todo lo demás, incluidos sus dioses o los de ella.

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Fresnia volvía a vestirse, esta vez con prisa y rogando para que el clímax que experimentasen ambos al mismo tiempo no hubiese sido escuchado hasta la torre prisión en lo más alto del palacio.

―Todavía tenemos tiempo, te aseguro que se me va a ocurrir alguna cosa...

―Espera, tengo que decirte algo antes de que te vayas ―dijo la caudillo con un tono tan serio que hizo que Fresnia girase el cuerpo a medio vestir.

No hubo tiempo que perder, Gruñilda traicionaba lo más sagrado que juró proteger: el honor y la confianza, para decirle a su joven amante acerca de la horda de guerra que en un par de días atacaría Lofildius.

CONTINUARÁ...

El amor no es rosa... ¡Es verde! (de Bolivia para el mundo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora