La unión de las flamas

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Capítulo 23: La unión de las flamas


La danza y la música de acordes salvajes cesó por completo, ya era tarde, pero en la tienda de Gruñilda la actividad continuaba.

―¿Segura que mañana no tendrás que levantarte temprano? ―le preguntaba a la caudillo, Fresnia, quien decidió como todas las noches, acompañar a la orco para lo que hiciese falta.

―Ya te lo dije, después de la ceremonia, todos están tan bebidos que seguro dormirán todo el día siguiente o más. Vamos, pásame más cerveza.

―Ya no queda, ¿quieres que vaya a buscar más?

―No, seguro la que queda está bien custodiada por borrachos agresivos. Mejor pásame algunas raíces dulces.

Así lo hizo el nuevo guerrero de la tribu y se emocionó cuando la caudillo le dio permiso para quedarse y compartir las raíces.

―¿Ya pusiste los tubérculos en la cacerola? Son un remedio eficaz para la resaca y la indigestión.

―Ya lo hice, Gruñilda, pero no creo que me dé nada de eso; eso sí, estoy muy cansado, el baile alrededor de la fogata fue agotador.

―Que lastima, quería que bailaras un poco para mí.

―¡Claro que lo haré!

―Pensé que estabas agotado.

―Si es para ti, no hay ningún problema ―asintió con fuerza el elfo y empezó a bailar, no una danza salvaje como la que realizase antes, sino que su cuerpo realizaba movimientos más calmos pero al mismo tiempo sinuosos.

«¿Qué estoy haciendo», pensaba Fresnia al estar consciente de los elegantes, pero atrevidos movimientos que realizaba.

Sus pensamientos fueron interrumpidos al ser su joven cuerpo rodeado por los musculosos brazos de Gruñilda.

―¿Qué pasa? ―le preguntó al sentir que los fuertes brazos parecían temblar un poco.

―Al ir al poblado de los elfos... ¿Alguien te reconoció? ―dijo mientras la salvaje mata de cabello cubría sus ojos.

―Yo... Bueno, sí...

―Tienes que irte Fresnia, debes regresar con los tuyos.

―¡No, por favor, no me eches!

―Pero...

―¡No me alejes de tu lado, no lo soportaría!

―Escucha ―dijo endureciendo el tono, después de todo ya no hablaba con un niño, sino con un adulto de la tribu―, lo pensaría si fueses solo un simple estudiante de ruinas, pero siendo el Príncipe de Lofildius...

―¡Lo sabías! ¡Lo supiste todo este tiempo! ¡¿Por qué callaste?!

―Como lo dije: quería que alguien contara nuestra versión de la historia. Somos los hijos orgullosos del Gran Chancho, no monstruos como todos nos ven.

―Por favor, te lo ruego...

Hubiera dicho que no sin dudar, sin hacer caso a cualquier reclamo, maldición o berrinche, sin embargo, acostumbrada de vivir en una sociedad donde ni varones o féminas lloraban, las lágrimas de Fresnia derritieron algo en su interior.

¿Instinto maternal? No, no era eso, era algo igual de primordial, pero a la vez muy diferente. Sus brazos de nuevo rodearon el joven cuerpo aún cubierto de tintes verdes, esta vez con un temblor muy diferente al anterior.

El fuego de las antorchas puestas en par pareció consumirse, estas extendieron su longitud como en agonía y se unieron para conformar una sola llamarada que a veces iba gentil y otras salvaje de acuerdo al viento que entraba en la tienda.

El fuego seguía haciendo su acción sobre la cacerola de barro, su contenido empezaba a desparramarse de a poco por los bordes, casi lo hacía de manera sensual y con un sonido suave e indefinido. De pronto, fuego y líquido hicieron contacto y produjeron no uno sino varios chisporroteos que iban produciéndose de manera continua y cada vez más seguido hasta culminar en un gran vapor que inundó toda la tienda, pero eso no les importó a Fresnia o Gruñilda, que rendían tributo a sentimientos.

Las antorchas revelaban sombras indefinidas que se movían con un bamboleo a veces con ritmo suave, otras salvaje, pero siempre continuo.

El vapor era tan fuerte, que de a poco los tintes verdes en el cuerpo de Fresnia desaparecieron lo mismo que su inocencia.

.

.

Ya no hubo fuego en las antorchas y todo rastro de vapor desapareció, pese a esto, dos cuerpos se mantenían calientes al estar abrazados y jugaban a pasarse las raíces dulces que antes recorrieron la extensión de ambos cuerpos y a las cuales luego daban rápidos y juguetones mordiscos. Estos ya no sabían tan dulces, el sabor salado del cuerpo de ambos se unía a la esencia que era degustada con lenguas que hasta hace poco tuvieron su propia danza particular.

―Siempre hablas del Gran Chancho, dime, ¿cómo fueron creados los orcos?

―Los chamanes nos dicen que antes no había nada, no había ni arriba ni abajo, solo un gran huevo blanco que flotaba. Un día vino el Gran Chancho, estaba hambriento porque en ese entonces no existían las trufas, vio al gran huevo blanco, era tan grande como él y empezó a morderlo, al hacer esto el huevo se partió y su contenido tuvo que dirigirse a un sitio: así se formó el suelo, era un suelo de semilla.

―¿Semilla?

―Semen.

Oh, ya veo.

―Del suelo de semilla, emergieron los primeros orcos, estos no tenían la piel verde sino blanca como los huesos, incluso sus rostros no eran como los de ahora: eran lampiños y se parecían mucho a los elfos, pero no tenían cabello, tampoco tenían sexo.

»Estos primeros orcos acompañaron al Gran Chancho para mitigar su soledad, pero sus corazones eran mucho más débiles y le pidieron tener una razón para vivir. El Gran Chancho vomitó la yema del huevo y de esta salieron las primeras trufas.

»"Peleen por las trufas, esa será su razón para vivir". El gran chancho se alejó para jamás volver a aparecer, con el paso del tiempo las montañas, el mar, las junglas y los pastos crecieron y con su verdor, la piel de los orcos se volvió verde, nuestros rostros se volvieron como los que tenemos para rendir tributo al Gran Chancho.

Fresnia se durmió en sus brazos, una gentil sonrisa de satisfacción se dibujaba en su rostro y Gruñilda rogó a su dios para que todo terminase bien de alguna forma.

CONTINUARÁ...

El amor no es rosa... ¡Es verde! (de Bolivia para el mundo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora