Lágrimas y orgullo

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Capítulo 3: Lágrimas y orgullo


Estaba perdido y lo sabía, sus ojos se contrajeron a la vez que mostraba los dientes apretados por el miedo.

La brutal espada del orco revelaba su sexo y el piel verde se inclinó para verle con más atención. La luz rompía el bloqueo de las altas ramas del árbol debido al viento del norte y un rostro que no era porcino, pero que conservaba su agresividad innata se reveló ante Fresnia.

La ilusión de los ojos rojos se rompió y revelaban en cambio, un par de orbes llenos de vitalidad como el joven elfo jamás viese en su corta vida. Otra diferencia, radicaba en que la criatura no poseía el típico cráneo de los orcos, no era calvo, sino que tenía un cabello abundante y salvaje, indómito, pese a que intentó domarlo con un lazo de cuero seco para de alguna forma crear una especie de cola de caballo, toda una diferencia con el estricto pudor que debían guardar las damas de la corte, en especial las sirvientas, las cuales estaban obligadas a llevar el cabello en un apretado y severo rodete; y su rostro, en nada era porcino, en suma, era el rostro de una hembra de su especie.

Por alguna razón ajena a su comprensión, Fresnia recordó los bustos hieráticos del salón de las antaño sacerdotisas guerreras de Lofildius, todas con rostros severos, pero con una belleza pétrea que no podía negarse.

Bajó la mirada y tuvo que tragar saliva sin comprender la razón de aquello. Senos turgentes declamaban a los cuatro vientos el género de su portadora; por si esto fuera poco, una musculatura hacia juego de manera curiosa con sus anteriores atributos, no era una masa amorfa de músculos, sino que estos lucían atléticos, bellos y sanos, reflejando la luz del sol debido a su sudor que no apestaba como decía su maestro Finibur.

No podía, le era imposible retirar la vista de todo ese conjunto de características hipnóticas.

«No, parezco un ratón inmóvil frente a un gato», pensaba, no comprendía por qué no podía apartar la mirada o siquiera girar el rostro. Su única conclusión fue que de alguna forma la orco le lanzó un hechizo. «¡Me va a comer!».

La guerrera clavó la espada contra el árbol, muy cerca de la mejilla y la larga oreja de Fresnia. Con los dedos libres, llevó su poderosa mano contra la mejilla izquierda del elfo y le acarició.

El príncipe giró el rostro debido al miedo, y la orco se mostró sorprendida. Una sonrisa de lado se dibujó en su agresivo, pero nada feo rostro.

El sonido de cascos de los caballos hacia presencia en el lugar, refuerzos elficos llegaban cabalgando a toda prisa.

La orco giró el rostro y corrió de vuelta con los suyos para guiarles y comandarles. Fresnia mantenía los ojos abiertos, pero no enfocaba nada, los sonidos de la batalla se hacían cada vez más y más lejanos.

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Despertaba en su alcoba, vio el techo de su cama adoselada un par de segundos, se incorporó de un salto al ver por la ventana lo tarde que era, pensando que llegaría tarde a la ceremonia de la caza del ciervo dorado.

Sus pies tocaron el piso frío y recordó los acontecimientos de ayer.

La campanilla para llamar a la servidumbre estaba a su alcance, pero decidió por esta vez vestirse solo, no necesitaba llevar nada complicado, le urgía saber el destino de su padre, Sinutar, rey de Lofildius.

Abrió las puertas dobles y las exclamaciones de sorpresa y alivio recorrieron un amplio corredor que por lo general siempre estaba vacío, pero en ese momento contaba con la presencia de un guardia del palacio, un sanador y un par se sirvientas entre las que se encontraba Plumire, quien rompiendo todo el protocolo, fue corriendo hasta el joven príncipe para abrazarle mientras lloraba.

―¡Fresnia, mi príncipe!

―Oiga, usted. No abrace el príncipe de esa manera ―le decía el guardia.

―Ya niña, por favor, deje que el príncipe respire ―decía el sanador, un elfo muy anciano―. Necesita aire fresco para expulsar el mal aire producto de las fuertes emociones de la batalla de ayer.

―Plumire... ―dijo Fresnia, pero desvió la mirada para dirigirse al anciano―. Mi padre, el rey, ¿cómo está mi padre?

―Su Majestad recibió un lanzazo ―se adelantó en responder el guardia, mientras se adelantaba para poner con su brazo cierta distancia entre su joven señor y la servidumbre―, pero no se preocupe, príncipe, que no es nada grave.

―Así , joven príncipe, Su Majestad, el rey Sinutar se encuentra fuera de peligro, eso sí, debe guardar reposo.

Fresnia derramó lágrimas de felicidad ya que temió lo peor por su progenitor.

―Me alegro mucho de que no le haya pasado nada malo, príncipe ―dijo Plumire, se secaba las lágrimas y se alejaba del príncipe como lo dictaban los protocolos reales.

―Debió ser gracias al amuleto que me diste ―dijo y le mostró la mano izquierda que llevaba el primoroso obsequio.

―¡Príncipe, se puso el anillo en el dedo anular! ―exclamó Plumire, roja de la vergüenza―. Se supone que lo llevaría como un colgante.

Fresnia se mostró confundido, pero no pudo dilucidar esto ya que la Reina Glaedes corría para abrazar a su hijo y llenarlo de besos mientras lloraba.

―¿Estás bien mi bebe? ¡¿Qué es esto?! ¡El Príncipe debería estar en cama reposando! ―criticaba la madre, quien miraba con reproche al sanador y al guardia.

―Mamá, estoy bien, no te preocupes. Quiero ver a papá.

―Lo harás mi pequeño, pero primero acuéstate, deja que el sanador Biflius te examine.

Fresnia en un principio quiso protestar, pero al ver el lloroso y angustiado rostro de su madre, decidió ceder con mansedumbre.

El príncipe tuvo que desnudarse y Biflius le colocó las frías manos sobre su pecho (una sensación desagradable), su espalda y a los lados de su cuello, mientras le pedía que respirase unas veces con calma e inhalando mucho aire, otras veces dando cortas y rápidas inhalaciones y exhalaciones.

Luego de la revisión del sanador y a insistencia del joven, la reina Glaedes accedió a que su hijo visitase a su padre.

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El Rey Sinutar lucia pálido debido a la pérdida de sangre, pero forzó una sonrisa y tuvo la fuerza suficiente para ser él mismo quien se acomodara mejor para recibir el abrazo de su hijo.

―Estoy muy orgulloso de ti, hijo mío ―decía el rey con un hilo de voz―. Habéis combatido con bravura y nada más ni nada menos que contra el caudillo de los orcos. ¡Oh, Lunar; oh, Praeles, diosa luna y dios sol! ¡Si me lleváis a vuestro lado, no tendría nada que lamentar!

―Mi señor, no digáis esas cosas ―decía asustada Glaedes―. Por favor, no os exaltéis demasiado, recordad lo que dijeron los sanadores.

En un principio quiso aclarar las cosas con respecto a su "combate" con el orco, pero al ver la expresión cargada de lágrimas de felicidad de su madre y el rostro iluminado por el orgullo de su padre, no pudo hacerlo.

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Las sirvientas arrojaban pétalos de rosas a los pies del príncipe, cuchicheaban por la bravura de su joven señor mientras que el rubor cubría sus jóvenes rostros. Ya en las puertas de su alcoba, le esperaban Plumire, junto con el viejo sanador y el guardia.

―Disculpad, ¿qué fue de Tanadel? ―preguntó al recordar justo en ese momento a su joven amigo.

―El capitán de los caballeros del cisne azulado se encuentra bien, mi joven señor ―le respondía haciendo una inclinación de reverencia el guardia―. Solo su orgullo fue mellado.

Fresnia quiso ir a los cuarteles de los caballeros del cisne azulado, pero supo que no le dejarían hacer tal cosa, resignándose, entró a la habitación con la vana esperanza de permanecer tranquilo en sus sabanas perfumadas y cubiertas de pétalos de rosas.

CONTINUARÁ...



El amor no es rosa... ¡Es verde! (de Bolivia para el mundo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora