La despedida

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Capítulo 24: La despedida


Llegaron cabalgando sobre altos corceles de guerra, las cotas de malla, las espadas, los yelmos cubiertos, incluso podría decirse que las mismas crines de los caballos brillaban con un fulgor frío como anunciando la muerte misma.

Los orcos caían ante las armas bañadas en una coloración plateada, la sangre se escurría del metal para luego caer al suelo, al son del llanto de los niños.

Fresnia abrió los ojos, su corazón palpitaba con fuerza y luego de dar una mirada alrededor de la tienda a oscuras, sintió el cuerpo caliente de Gruñilda junto al suyo. Su respiración se calmó y se recostó al lado de ella para abrazarla con cariño.

Los latidos de su corazón recuperaron su ritmo normal, sin embargo, un tamborileo parecía surgir de su interior, el cual se tradujo en un gesto que consistía en morderse los labios no de manera pícara, sino mostrando preocupación. Sabía lo que tenía que hacer para proteger al amor de su vida.

Su rostro se contrajo por la angustia, angustia que parecía quemarle por dentro y pronto ese fuego quemó su rostro al sentir las lágrimas recorrer sus mejillas.

«No debo llorar, ya no soy más un niño, no debo llorar», pensaba mientras que se levantaba y sus brazos por instinto se extendían para buscar algo que cubriese su desnudez. «Debo regresar a mi tienda».

Se cubrió como pudo, sus pies dieron un par de pasos hacia la salida, pero su rostro giró de pronto y luego el resto de su cuerpo le hizo caso. Se arrodilló al lado de Gruñilda, le dio un beso en los labios y luego de secarse las lágrimas fue presuroso a su tienda.

Todavía estaba oscuro, pero eso no duraría mucho, sabía que luego de un día importante de fiesta, ningún orco se levantaba temprano, pero de todas formas no quería arriesgarse. Apresuró el paso mirando a cada momento a los costados y llegó pronto a su diminuta tienda donde se vistió con las ropas que antes usase al llegar por primera vez al poblado, quiso poner en su morral algunas cosas que en una vida anterior hubiese considerado como cachivaches sucios y sin importancia, pero que ahora valían para él lo mismo que el oro y las joyas más preciadas, no hubo tiempo, no se llevó nada.

«Vine a este lugar sin nada y me iré sin nada», esas eran sus intenciones, pero reconoció una figura pequeña y peludita que dormitaba justo sobre los retazos de piel que le servían por cama.

Era Carotas, un gato de muchos que había en el poblado y al que él le tomó cariño, no podía dejarlo. Tomó con cuidado al felino, pero este se despertó, bufó al verse introducido a la fuerza al morral del elfo quien salió de la tienda haciendo gala del paso ligero y silencioso de los de su raza.

Ya acercándose al límite exterior del poblado se creyó a salvo para llevar a cabo su decisión, cuando en eso escuchó un ronco carraspeo a sus espaldas, el cual hizo que casi pegase un brinco del susto.

―¿Ya te vas? Pensé que te gustaba este lugar ―decía nada más ni nada menos que Labios Negros.

―Me gusta, pero no puedo quedarme aquí... No quiero poner a todos en peligro.

―Sí, yo también le dije a Gruñilda respecto a esto, pero me dijo que me callase, es una terca.

―¿Ella te dijo eso? ―dijo enternecido y con riesgo de ponerse a llorar justo en ese momento.

―Sí, pero supongo que se lo pensó mejor, después de todo, es la líder de la tribu, debe pensar en todos, no solo en ella misma.

Un silencio cayó en el lugar en ese momento, pareció extenderse mucho tiempo, el gris de la mañana remplazaba de a poco la oscuridad reinante.

―Ayúdame, ayúdame a regresar con los míos, tengo miedo de que si voy a pie, el cansancio haga vencer a la tentación y decida regresar donde Gruñilda.

―¿Donde Gruñilda? ¿No al poblado? Ya veo... Esa maldita, siempre tan egoísta, veo que te la tiraste o debería decir que ella te folló, sí, hueles a sexo ―decía la orco, mientras se rascaba la nuca y ponía cara de puchero―. No es justo que ella me haya retado y regañado por querer hacerlo contigo, cuando luego ella se revolcó contigo, desgraciada.

―Por favor, tienes que ayudarme, si bien no por Gruñilda, hazlo por los demás.

―Al diablo los demás, al diablo Gruñilda, todos pueden morirse por lo a que a mí respecta.

―Sé que no lo dices en serio, te lo pido, por favor.

La orco quiso debatirle esto último pero el joven tenía razón, dio un resoplido de frustración, uno que no tenía nada que envidiar al bufido que diese antes el gato en el morral, y junto con Fresnia fueron a los corrales.

Labios Negros eligió para el elfo una de las monturas más mansas y rápidas que había.

―Es muy listo así que no te preocupes, dale una palmada en su trasero y él solito se regresa aquí.

―Gracias.

―Ni lo menciones, me hubiera gustado ser yo quien te diera el revolcón de tu vida, pero lo mejor es que te vayas.

Fresnia asintió y cabalgó su montura con el cuidado necesario para que esta no hiciese ruido alguno. Atravesó la orilla al margen del pueblo y dio un último vistazo recordando la vez que vio por primera vez a los orcos, en un tiempo que marcó una nueva etapa de su vida y que parecía lejano.

―Adiós amigos, adiós Gruñilda, nos veremos cuando el Gran Chancho nos llame lejos de este mundo frío y cruel.

Un viento helado proveniente de la cima de las Cordilleras Nubladas meció los cabellos de Fresnia a modo de despedida.

CONTINUARÁ...

El amor no es rosa... ¡Es verde! (de Bolivia para el mundo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora