El rey de la jungla

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Capítulo 19: El rey de la jungla


La ceremonia fúnebre era muy diferente a lo que se acostumbraba en Lofildius, no hubo nada de silencios impuestos, gestos graves de pesar o infusiones de Kaernia.

Los orcos tocaban muy fuerte sus instrumentos musicales, no lo hacían con gracia, pero no importaba, la finalidad era meter mucho ruido para alejar los malos espíritus que pudiesen robar el alma del cadáver. Se bebía cerveza con prontitud y se comía mucho, salvo que esta vez no se consumía carne de cerdo, sino de otros animales de la jungla por ser un acontecimiento especial, también los orcos llevaban otro tipo de pieles pertenecientes a diversos animales y no los acostumbrados taparrabos hechos de cuero de cerdo.

Gruñilda llevaba una piel que de seguro pertenecía a un gran felino moteado, además que pintó las partes de su cuerpo que se vislumbraban con tatuajes temporales de color negruzco, lo mismo que los demás miembros de la tribu.

La única similitud con los funerales elfos radicaba en que también los jóvenes podían acercarse para dar sus respetos al cadáver del chamán, el cual, a diferencia de los elfos, estaba sin cubrir sobre una tarima construida de manera chapucera, llevando sus mejores pieles y a su lado diversos ornamentos suyos y que serían cremados junto a él.

Faltando como una hora antes del amanecer, Gruñilda dio la orden para que llevasen el cuerpo del chamán a la pira funeraria donde sería cremado.

Los restos del chaman y los maderos, acabaron de consumirse por la tarde. Unos orcos voluntarios, los últimos pacientes del anciano, se ofrecieron para reunir las cenizas o moler aquellos restos óseos demasiado duros como para haber sido reducidos a polvo, dicha acción se basaba en la creencia de que los últimos en ser atendidos por el occiso, debían tener esa labor bajo pena de ser maldecidos por el alma del fallecido.

―Ya es el momento, vamos a buscar a Labios Negros ―le comunicó Gruñilda y ambos fueron donde los corrales de los cerdos, ensillaron uno y compartieron la montura.

―¿Por qué no nos acompañan?

―Porque la anterior partida de orcos fue emboscada. Lo mejor es ir solo nosotros, así será más fácil pasar desapercibidos.

―¿Sabes cuál tribu emboscó a la anterior partida de búsqueda?

―No, pudo ser cualquiera. Sujétate que iremos rápido.

La orco azotó las riendas y el enorme cerdo salió a toda carrera, era un animal bien entrenado, no gruñía ni chillaba, algo útil si se quería pasar sin ser notado en su misión de buscar un nuevo chamán.

Fresnia quiso sujetarse a las caderas de Gruñilda, pero esta llevaba varias dagas en su cintura, armas en cuyos pomos se encontraban pinchos y que podían dañar las manos del elfo, por lo que Fresnia tuvo que sujetarse de los senos desnudos de la caudillo.

―Lo siento...

―Entiendo, no hables, debemos guardar silencio.

Se sostenía lo mejor que podía y tratando al mismo tiempo de no apretar los turgentes senos, pero la rápida carrera del cerdo y los giros intempestivos que este realizaba, hacían imposible dichos intentos y un ruborizado, nervioso e incluso asustado Fresnia, no tuvo otra opción que apretar con sus delicados y largos dedos femeninos la femineidad de su anfitriona más de una vez.

El elfo notaba como le temblaban los brazos y el rubor cubría no solo su rostro y largas orejas, sino también su cuello y pecho. Creyó escuchar un gemido quedo que no provino de la montura, pero no tuvo tiempo de pensar en esto, justo en ese momento un gran felino moteado derribaba la montura porcina, haciendo que jinete y acompañante saliesen despedidos a un costado.

«Un leopardo de las nieves», reconoció Fresnia al ver al gran felino, hubo memorizado su imagen de los libros de la biblioteca real, pero jamás hubiese creído que fuese un animal tan enorme.

No hubo tiempo para admirar la belleza salvaje del rey depredador, se levantó de la hojarasca que amortiguó su caída y sacó un cuchillo que llevaba a un lado.

El fuerte brazo de Gruñilda se posó sobre su joven pecho para que no intentase una locura, intento que no era necesario. Fresnia comprendió en el acto que era de dementes enfrentarse a una criatura tan enorme, lo bastante para derribar a su gran montura.

―Por aquí ―le susurró la orca y ambos se escabulleron a hurtadillas mientras el felino moteado se cebaba con las carnes de la leal montura.

Atravesaron zonas que hedían a hojas putrefactas y vadearon como pudieron enormes charcos malolientes que por fortuna no contenían sanguijuelas u otras alimañas dañinas. Cuando Fresnia se preguntaba cuánto tiempo más tendrían que avanzar a pie, un peligro que hizo desear al elfo seguir con la penosa caminata, hizo su aparición: un leopardo de las nieves.

Este era un ejemplar más joven que el que derribase su montura, pero igual tenía un respetable tamaño y observaba al par con esos ojos azules profundos, hermosos, pero que brillaban conteniendo un infierno congelado en su interior.

―Quédate atrás de mi ―ordenó Gruñilda y sacó dos de los puñales con pinchos en los pomos, presta a enfrentarse en combate desesperado contra el monstruo que decidió bajar de las Cordilleras Nubladas y probar suerte en la jungla.

Pese a su miedo, el elfo no estaba dispuesto a dejar que Gruñilda combatiese sola y él también sacó su cuchillo, dispuesto a vender cara su vida.

Por fortuna, no hubo tal enfrentamiento dispar, de las profundidades de la arboleda, surgía una figura con una cabeza enorme, coronada en todo su diámetro por enormes plumas multicolores y que por sus ojos y boca, surgían grandes volutas de humo que apestaban un montón, a la vez que una especie de conjuro en un lenguaje desconocido parecía dirigir amenazas al gran felino.

¡Habula butungu neko catbakemono titi! ¡Chusla, chusla!

El depredador frunció la nariz y se alejó del lugar debido a la pestilencia y a la extraña aparición.

Fresnia abrió mucho los ojos ante el monstruo recién llegado, pero Gruñilda no se encontraba nada impresionada.

―Menos mal que te encontramos, Labios Negros.

CONTINUARÁ...

El amor no es rosa... ¡Es verde! (de Bolivia para el mundo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora