Capítulo veintiocho.

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   Entró el rey Federick a la celda en compañía a tres ciudadanos más.

—Buenos días, princesa, ¿cómo amaneciste el día de hoy?

   Solo hubo silencio.

—Vaya, parece que los ratones te comieron la lengua, mira, aquí te traje unas tostadas y algo de leche tibia, debes comer bien, ¿qué quieres para el almuerzo?

  El silencio seguía.

—Rey Federick, debería dejarla sola, cualquiera estaría así en su estado, no la torturemos más, hoy es su último día, tratemos que lo pueda gozar.

— Está bien— el rey Federick se acercó al rostro de Rissellote, lo tomó con sus dos manos y la besó, luego sus labios se separaron y la princesa agachó la  cabeza— eso querida, es un beso de la muerte.

   Se escuchó el ruido de unos pies bajando las escaleras, se asomó la mujer de pelo rojo.

— Encárgate de su almuerzo más tarde, sé que aún es temprano, pero...

—Son las ocho y media de la mañana Federick, me enferma tu obsesión con la puntualidad y hacer las cosas temprano, más vale tarde que nunca, ¿no es así?

—No me gusta ese dicho, pero no discutamos por tonterías, ¿sabes de algo que le encante de comer?

—Mi esposo cuando trabajó un tiempo para el padre de esta chica, me decía que siempre comía fideos con tocino y de postre un flan con salsa de chocolate.

—Está bien, nos encargaremos de eso, ahora Fer, dejémosla descansar.

— Me parece excelente idea.

   El sirviente había pasado la noche cerca de un puente, lo despertó una voz que iba gritando por las calles.

— ¡Atención, todos los que quieran ver la muerte de la princesa Rissellote, asista hoy en los jardines del castillo a las tres en punto, tomará el reinado la señora Fernanda, quién luchó por las igualdades de nosotros!

—Disculpa amigo, ¿qué hora es?

—Son las doce con cuarenta minutos, quedan aproximadamente dos horas para que comience.

— ¿Qué harás en este rato?

—Seguiré divulgando la noticia.

—Me gustaría ir, ¿puedo acompañarte hasta que vayas?

—Claro, no hay problema, dime, ¿desde cuándo que no comes?

—Desde ayer.

   El hombre le extendió una manzana.

—Debes tener hambre, y a pesar de no poder verte por la capucha se nota a lo lejos que eres buena persona, y educada, debe ser horrible estar en este estado.

—No hay problema, de pequeño también fui mendigo

—Pero...

—Una familia me sacó de la pobreza.

—Y ellos están...

—Muertos.

—Lo lamento.

—No hay problema.

   Siguieron caminando juntos.
Cuando faltaban veinte minutos para las tres había una gran cantidad de gente. El sirviente se hizo pasó hasta llegar a primera fila y aún estando allí no se sacaba la capucha.

En un oscuro cuarto, iluminado por apenas una vela, Damm estaba moliendo ingredientes con un pilón dentro de un mortero, la sustancia contenida allí y era algo viscosa y liquida.

El reloj del castillo casi marcaba las tres.

—¿Algo que quieras decir?— preguntó Federick.

   La princesa solo negó con la cabeza.

—Ni si quiera un lo siento, o un perdón para tus ciudadanos, ahí se ve cómo eres en realidad.

   Su cabeza estaba bajo la cuchilla, vió a una persona con capucha que le miraba fijamente, sabía de quién se trataba. Sonrió de oreja a oreja mirando al público y cuando se oyó la primera campanada, la cuchilla separó su cabeza del cuerpo.

En la oscura habitación, Damm de un soplo apagó la vela y dijo.

—Nos veremos en el infierno, mi amada. Tomó el líquido que había preparado y su cuerpo cayó frío sobre el suelo.

Conflicto de los reinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora