Mi madre siempre fue una fanática de la naturaleza y del arte, por eso se empeñó en comprar una casa a las afueras de Marway, rodeada de árboles y animales escondidos en las profundidades. Amy, si asomaba la cabeza por la ventana, sus ojos se topaban con tiendas de ropa, edificios iguales que en el que vivía y carteles publicitarios. En cambio los míos verían pájaros que revolotean, flores de colores diferentes surgir del suelo y grandes árboles que compiten por cuál de ellos tocará el cielo primero con sus copas. Ella sería gris y yo verde.
A mi padre no le convencía del todo esta casa, ya que estaba mal comunicada con la ciudad. Pero su amor por mi madre le persuadió, y al final acabó trabajando como cazador. Ganábamos bastante dinero, al menos lo suficiente para poder permitirnos esta casa y mamá dedicó su tiempo a hacer lo que le gustaba.
Éramos una familia feliz. Recuerdo que mamá me sentaba en la mesa al lado de la ventana, mientras que ella colocaba un cuadro en blanco en su caballete. Entrecerraba los ojos hacia el paisaje y al momento empezaba a trazar líneas. Me gustaba observar cómo pintaba y yo me dedicaba a apartarle los mechones que se escapaban de su coleta. Cuando el cuadro estaba casi terminado, papá abría la puerta con una sonrisa, le daba un beso a mamá y me llevaba en brazos hasta la cocina.
Mis padres eran pintores, sólo que se diferenciaban en algo: mi padre utilizaba pinceles de plata y sangre, mi madre los usaba de madera y témperas.
La palabra importante en esa frase: «éramos». Cuando cumplí diez años, mi padre se marchó. Era pequeña y mi madre me dijo que se había ido por su trabajo a otra ciudad. Pero con el tiempo de los años, crecí y me tuvo que confesar que nos había abandonado, según ella porque habría encontrado a otra mujer. Decía que ya no se amaban, pero no había que ser muy inteligente como para saber que un amor intenso como el suyo no se acabaría en tan poco tiempo.
Se acabó también el arte, observar la naturaleza y el cariño. Comenzó una etapa de dobles turnos de trabajo para mamá en el hospital, ayudar mucho en casa y centrarse en los estudios hasta que pueda conseguir un trabajo.
La habitación en la que estaba la inundaba un silencio inmenso. Yo estaba sentada en el sillón al lado de la ventana, releyendo mi libro favorito. Mi madre había ido a comprar y me había dejado a cargo de la casa. Un ruido en el jardín captó mi atención. Dudaba mucho que fuese mi madre o incluso Amy. Me estiré en el sitio para mirar por la ventana, pero no había nada. «Un ladrón», pensé y esa idea provocó que me estremeciese. Busqué con la mirada un objeto con el que protegerme, pero otro ruido me incitó a elegir lo más cercano: un jarrón. No era la mejor arma del mundo, pero bien podía estrellárselo en la cabeza al supuesto ladrón y dejarlo KO*. Me reí al imaginármelo y me obligué a tener seriedad en el asunto.
El viento azotó mi pelo bruscamente al abrir la puerta y una sensación de peligro recorrió mi espalda. Caminé alrededor de la casa, pero al no encontrar nada decidí que lo mejor era volver a casa. Pero mis ojos se encontraron con una huella del tamaño de mi mano más o menos en el suelo y frené mis pisadas. Sabía de qué era, mi padre me la había mostrado en fotos. Una huella de oso.
-¿Por qué a mí? —susurré.
Miré por el rabillo del ojo, y una mancha marrón apareció junto un gruñido. Di la vuelta encontrándome con el animal de frente. Recordé vagamente lo que me había dicho al ver la foto: «No te quedes de pie, los osos piensan que eso es provocarlo para una pelea. Tampoco eches a correr, porque te alcanzará rápido. En caso de que te encuentres con uno, túmbate y déjale que te huela un rato, acabará marchándose».
Me agaché poco a poco para tumbarme mientras que sus ojos negros me observaban. Su pelaje era tupido y espeso, tenía una enorme cabeza con dos pequeñas orejas redondeadas. Nunca había visto un oso en la realidad y no me gustaría verlo de nuevo. Dejé el jarrón junto a mí y me tumbé del todo, esperando a sentir su olfateo. Miré hacia el cielo y después al animal, hasta que me di cuenta de unos zapatos sobresaliendo de la esquina de mi casa. «Ladrón y oso, lo que me faltaba», pensé. Me incorporé un poco para ver la cara del ladrón, pero para mi sorpresa, era el chico de labios tentadores. «Un sueño, todo esto es un maldito sueño y yo esperando que me olfateasen», me dije a mí misma y rodé los ojos. No me había dado cuenta hasta ahora: no había osos en Marway.