El cielo estaba despejado, ya que no había ningún copo de algodón blanco en él. Nuestros cabellos revoloteaban con la brisa marina y la arena caliente se colaba por los dedos de mis pies. Improvisamos un hueco pequeño para clavar la sombrilla y seguidamente nos tumbamos en las toallas. Amy se deshizo de su vestido floreado dejando al descubierto su triquini negro y me animé a quitarme la ropa yo también.
-¿Sigues creyendo que estás paranoica por un sueño? —preguntó Amy colocándose las gafas de sol.
-Fueron dos, y desde que tuve el primero es como lo sintiese en todas partes.
-¿Pensaste en visitar a la amiga de mi madre? Te podría ayudar.
-Amy, la amiga de tu madre es psicóloga.
-Lo digo por tu bien. No quiero que acabes con algún trastorno mental de esos.
-No me gustaría volverme loca pero tampoco quiero que se entere de mis sueños la amiga de tu madre. ¿Es mucho pedir que no digas nada?
-No diré nada sobre tus transtornos, confía en mi.
Los labios de Amy quisieron esconder una sonrisa, pero falló y acabó soltando una carcajada. Puse mala cara y cerré los ojos, dejándome mecer en los brazos de los sueños. Pero, unos minutos más tarde, una voz rebotó en mis oídos logrando despertarme. Aunque no abrí los ojos.
-¡La vas a despertar!
-¡Qué va! Esta chica duerme más que una marmota. —Su voz me hizo apretar aún más los párpados, negándome a ver a la persona detrás de ella—. Oye, abre los ojos, conozco ese truco.
-Vamos, déjala tranquila. Ya entiendo porqué no quiere estar cerca tuya.
-Nooooah —cantó peligrosamente cerca de mi cara. Estaba segura, hasta con los ojos cerrados, que si me estiraba podía darle un beso—. Despierta por las buenas o lo haré por las malas.
Se quedó callado unos segundos esperando, pero me negaba rotundamente. Al momento sentí un líquido frío expandirse por mi abdomen. Chillé abriendo los ojos y me revolví en la tumbona. Me encontré con unos ojos verdosos, una melena bastante rizada y una sonrisa amplia.
-¡Qué demonios te pasa en la cabeza Steve!
-Problemas de caspa —soltó Amy sin ocultar una carcajada. Steve giró la cabeza hacia ella, seguramente entrecerrándole los ojos y la volvió de nuevo hacia mí.
-¿Qué haces aquí?
-Estaba paseando hasta que de repente divisé la melena rojiza de Amy y me acerqué. Le comenté sobre realizar retos, ¿te apuntas?
Observé a los dos pares de ojos que me miraban esperanzados. Ni loca realizaría retos como comerme 34 perritos calientes de golpe. Y menos con Steve, el chico más pesado que había conocido en toda mi vida. Amy se declaró su mejor amiga el día en que lo defendió públicamente en la cafetería del instituto cuando unos chicos de cursos superiores se burlaron de él. Desde ese momento fueron inseparables, hasta creo recordar que competían por quién se comía su bocadillo antes que el otro ese mismo día. Para mí en cambio fue cuando sin querer confundí su chaqueta con la mía en sexto de primaria, ya que eran exactamente igual. Ella había destrozado la manga sin querer, por lo que cuando le conté que había sido una confusión, se llevó toda la tarde aprendiendo a coser para arreglarla. Aún la conservo en un cajón de mi armario.
-Prefiero que me caiga un rayo antes —dije frunciendo el ceño por la cercanía de su cara y me levanté de la tumbona, alejándome cada vez más de ellos.
Mis pies se hundían en la arena dejando huellas con cada pisada que daba y el agua se encargaba de borrarlas cada vez que subía el oleaje. Llevaba caminando al menos unos veinte minutos sin detenerme, excepto cuando pinchaba alguna conchena y me quejaba. Llegué a una zona de la playa completamente vacía pero aun así no quise dar la vuelta. Amy me preguntó innumerables veces que cómo me podía gustar estar sola, ya que ella cuando lo estaba se sentía solitaria y necesitaba compañía. Pero había una gran diferencia entre estarlo y sentirte así. A mí me gustaba estar sola porque disfrutaba conmigo misma: podía pensar con tranquilidad, bailar sin que nadie me viese, cantar, gritar..., lo que me diese la gana sin avergonzarme. Lo que no me agradaba era salir a la calle y aunque hubiese al menos 50 personas junto a mí, sentirme invisible. No poder contar con nadie y tener unas ganas terribles de salir corriendo de allí.
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