cuarenta y cinco.

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El silencio se hizo en todo el comedor.

Observé cómo el Señor de los Demonios empalidecía ante mi acusación, cómo abría la boca sin conseguir articular palabra; no sentí ninguna pena. Como tampoco ningún tipo de remordimiento: él me había engañado, me había ocultado la verdad casi desde el principio. Yo no tenía ninguna obligación de sentir algún tipo de consideración por lo que había hecho, el modo en el que le había obligado a decírmelo, aunque él no hubiera pronunciado todavía palabra alguna.

Un remolino de ira empezó a formarse en mi interior ante aquel silencio. Pude percibir las sombras brotando de mi cuerpo, retorciéndose como tentáculos, a la espera de que yo perdiera el control... o les ordenara que hicieran algo; casi dejé escapar una risotada desdeñosa ante mi propia ceguera. Ante las pruebas que había tenido frente a mí todo aquel tiempo.

—Responde —le ordené en un tono que nunca antes había usado.

El Señor de los Demonios parecía encontrarse noqueado, sentado en su silla y con las manos clavadas en los brazos de su asiento mientras sus pupilas se dilataban y el fuego de sus ojos parecía rebajarse hasta perder casi el característico brillo de su mirada.

Tragó saliva con lentitud, incapaz de apartar sus ojos de mi rostro.

—Yo no... Nunca he...

Apreté los dientes, sintiendo cómo las sombras reptaban por mi cuerpo, alimentándose de la ira que recorría en aquellos instantes mis venas como si fuera puro fuego. Los balbuceos de Setan ante mi acusación no hacían más que espolear mi magia, ayudarla a que ganara fuerza e independencia.

Dirigí mi mirada hacia uno de los candelabros que había sobre la mesa y una de las sombras se alargó como un tentáculo, lanzándolo con energía contra la pared. El sonido del metal abollándose contra la piedra me produjo una breve chispa de satisfacción, lo mismo que el gesto del demonio, que todavía trataba de decir algo coherente. O, al menos, terminar una maldita frase.

Decidí ayudarle.

—¡Sabías quién era yo desde el principio! —le grité, y mi oscuridad se lanzó a por otro objeto de la mesa para lanzarlo de nuevo contra la pared—. Aquel día, en la plaza, escuchaste mi mente... yo misma te guié hacia mí, te conduje sin tan siquiera saberlo; pero no me elegiste por ello: lo hiciste por mi aspecto, porque te recordaba a ella. A Elara.

»A mi madre.

Setan soltó los brazos de su silla para alzarlos, para alzar las manos en mi dirección. Un gesto de súplica ante aquel desbordamiento por el cúmulo de mentiras al que me había sometido desde que hubiera anunciado el Día del Tributo que yo era la elegida de aquel año. El Señor de los Demonios se había confiado demasiado, creyendo que nada de aquello saldría a la luz... y ahora había perdido el control de la situación.

De mí.

—Tantas mentiras —continué escupiendo, intentando deshacerme de aquel nudo que me presionaba el pecho y me impedía respirar con normalidad—. Elara Lambe nunca murió. La tumba que le pertenece en el Cementerio Infinito está vacía. Estabas enamorado de ella... y la ayudaste a huir —al llegar a aquel punto turbio de la historia que había ido recreando por mí misma, se me rompió la voz—. ¿Lo hiciste... lo hiciste porque estaba embarazada de mí?

Queen of ShadowsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora