La brisa fresca ondeaba con delicadeza mi cabello dorado, así como acariciaba mi rostro con una dulzura que me transportaba a la niñez, a aquellos pequeños fragmentos que viví en compañía de mi madre,quien con sus manos suaves, un tesoro para mí entonces, trazaba infinitas líneas rectas en mis mejillas, haciéndome sentir que todo iba a estar bien. Y así lo creí hasta que abandoné el reino en el que todos nos hemos sentido protegidos y eternos, la infancia. Fue entonces cuando comprendí que la vida no era fácil y mucho menos justa. Comencé a ser consciente de los problemas a los que tenía que hacer frente mi familia a diario, a las penurias que debía vivir mi padre para poder sacarnos adelante. Fue ahí cuando comprendí que la vida es una bonita mentira cuando somos niños, pero una cruel realidad cuando somos adultos.
El sol, que hizo uso de presencia sobre la copa de un árbol alto y robusto, iluminó con intensidad mi rostro, dotándolo de una calidez lejos de compararse con el tono real de mi piel. Mantuve los ojos cerrados unos segundos de más, apreciando como la brisa jugaba con mis pestañas. Para cuando volví a descubrir mis ojos al mundo, mi atención se depositó en los enormes muros que descansaban más allá del campo de trigo en el que yacía, guardando en su interior a toda una ciudad.
Los integrantes de las familias mejor acomodadas aseguraban que construyeron esa fortaleza para proteger a los ciudadanos de otraposible rebelión por parte de los más desfavorecidos, pero lo que ellos no sabían es que esas personas no se verían en la obligación de alzar la voz por sus derechos si los más pudientes no los obviaran. Sin embargo, nosotros, quienes vivíamos en el campo, en la más absoluta miseria, luchando desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos por llevarnos algo a la boca, preferíamos creer nuestra versión, esa que afirmaba que los ricos habían construido esos enormes muros para diferenciarse de los pobres. Era un símbolo de grandeza. Una prueba más que demostraba cuán fuertes y poderosos son frente a los extranjeros, como solían llamarnos.
Con un ágil movimiento recogí la cesta de mimbre del suelo,introduciendo en su interior las últimas espigas de trigo de la planta que yacía a pocos metros de mí.
─¡Vía!─exclamó una voz masculina a mis espaldas. Me di media vuelta automáticamente, centrando mi atención, como si de un acto reflejo se hubiese tratado, en el hombre de cabello y barba castañas que me esperaba bajo el umbral de la puerta de una casa de madera, usando su habitual silla de ruedas.
Troté hacia su posición, teniendo sumo cuidado con la cesta. Lo último que querría era que el escaso cereal que iba a darme el dinero necesario para comprar algo de comida se echase a perder. De manera que cuando me encontré a pocos pasos de su persona, ralenticé mi ritmo, adaptándolo a una caminata diaria.
─Lo siento. Se me ha ido el tiempo─ me disculpé.
─Será mejor que te des prisa. El señor Sandler debe estar esperándote.
Desvié mi mirar, inconscientemente, hacia las piernas magulladas de mi progenitor, las cuales quedaron inutilizadas hacía un par de años,cuando sufrió un accidente con la hoz mientras segaba. A partir de entonces tuve que hacerme cargo del negocio familiar. Nuestro trabajo consistía en segar la parcela, elaborar pan a partir del cereal y vendérselo al señor Sandler a cambio de una mísera cantidad de dinero, suficiente para poder hacernos con un trozo de pan.
─Toma─me hizo entrega de una cesta en cuyo interior descansaba una tela blanca, sobre la que se colocaba el pan. Mi padre me enseñó desde muy pequeña que los detalles son muy importantes─. Te veré a la vuelta.
─Volveré antes del atardecer.
─Ten cuidado.
Asentí una sola vez y le di la espalda, poniéndome rumbo hacia mi próximo destino: la ciudad. Aquel lugar en el que era conocida por todos como extranjera, a pesar de vivir a tan solo siete kilómetros de los altos muros. Siempre he estado convencida de que nos denominaban así haciendo alusión a nuestra forma de vida distinta. Éramos considerados algo así como extraños por pertenecer a una clase social inferior, con costumbres diferentes. Fuera como fuese, hubiese preferido que nos reconociesen por lo que éramos, humanos.
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The Tower
Science FictionDesde el principio de los tiempos el fin de la vida en la Tierra estaba previsto a todo pronóstico, y así fue tras una tercera guerra mundial que arrasó con todo. Siglos más tarde los supervivientes a ese desastre se unieron de todas las naciones d...