capítulo 35.

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Por mucho que extrañaba al Christian que conocía, veía a este Christian con una renovada fascinación.

En este momento, sentada a su lado, en un lugar que significaba mucho para
ambos, estaba perfectamente feliz de estar en compañía de este Christian.

Más que feliz.

Me hacía sentir viva.

El mesero llegó: un chico de tal vez en sus veintes.

El agarre de Christian se hizo más fuerte.

Mi corazón se hinchó.

Estaba celoso.

—Hola a todos. ¿Les puedo traer algunas bebidas para empezar? —peguntó el
mesero.

—¿Podría traerme un té dulce, por favor? —respondí, sintiendo a Christian tensarse a mi lado.

—Cerveza de raíz —gruñó Christian y el mesero se retiró rápidamente.

Cuando estaba fuera del alcance del oído, Christian espetó—: No podía apartar los ojos de ti.

Negué y reí.

—Estás loco.

La frente de Christian se arrugó de frustración.

Esta vez fue su turno de negar.

—No tienes ni idea.

—¿Sobre qué? —pregunté, moviendo mi mano libre para trazar un par de nuevas cicatrices en los nudillos de Christian.

Me preguntaba de dónde eran.

Lo escuché contener la
respiración.

—Sobre lo hermosa que eres —contestó.

Miró mi dedo mientras lo decía.

Cuando detuve mi dedo alzó la vista.

Lo miré fijamente, sin palabras.

Finalmente, el labio de Christian subió de un lado en una media sonrisa y se movió más cerca de mí.

—Veo que todavía bebes té dulce.

Recordó.

Empujando suavemente su lado, dije:

—Veo que todavía bebes cerveza de raíz.

Christian se encogió de hombros.

—No la conseguía en Oslo.
Ahora que estoy de vuelta, no me canso de esta cosa. —
Le sonreí y empecé a volver a trazar su mano—. Resulta que no me canso de algunas cosas que no pude tener en Oslo.

Mi dedo dejó de moverse.

Sabía exactamente de lo que estaba hablando: de mí.

—Christian —dije, la culpa yacía dentro de mí.

Miré hacia arriba para tratar de disculparme, pero mientras lo hacía, el mesero llegó, y colocó las bebidas en la mesa.

—¿Están listos para ordenar?

Sin dejar mi mirada, Christian dijo:

—Dos cangrejos hervidos.

Sentí al mesero esperando, pero después de unos tensos segundos, dijo:

—Voy a conseguir eso en la cocina entonces. —Y se alejó.

Los ojos de Christian fueron de mi cara a mis orejas, donde la señal de una sonrisa apareció.

Me preguntaba qué le había causado este momento de felicidad.

Christian se inclinó hacia delante, y con los dedos apartó el pelo de mi cara, metiéndolo detrás de mi oreja.

La punta de su dedo trazó el contorno de mi oreja, y luego dejó escapar un suspiro
reconfortante.

—Todavía los usas.
Los pendientes.
Los pendientes de infinito.

—Siempre —confirmé. Christian me miró con ojos intensos—. Para siempre.

Christian dejó caer su mano, pero agarró las puntas de mi pelo entre el dedo índice y el pulgar.

—Te cortaste el pelo.

Sonó como una declaración, pero sabía que era una pregunta.

—Mi pelo volvió a crecer —dije.

Lo vi ponerse rígido.

Sin querer romper la magia de esta noche con la charla de la enfermedad o el tratamiento, cosas a las que ya no prestaba atención, me incliné y presioné mi frente con la suya

—. Perdí mi pelo. Afortunadamente,
crece. —Retrocediendo, juguetonamente lo moví—. Además, me gusta. Creo que me queda mejor. El Señor sabe que es más fácil de manejar que el pelo encrespado con el que luché todos esos años.

Supe que había funcionado cuando resopló una única risa silenciosa.

Continuando con la broma, añadí:

—Además, sólo los hombres vikingos deberían llevar el pelo largo. Los vikingos y los motociclistas. —Arrugué la nariz mientras pretendía estudiar a Christian—.
Desafortunadamente no tienes una moto... —Me detuve, riéndome de la mirada severa en la cara de Christian.

Todavía estaba riendo cuando me jaló a su pecho, y con su boca en mi oreja, dijo:

—Podría conseguir una moto, si eso es lo que quieres. Si es lo que se necesitaría para recuperar tu amor.

Lo dijo como una broma.

Sabía que lo hizo.

Pero me detuvo en seco.

Tan en seco que me inmovilicé, el humor desvaneciéndose de mí.

Christian notó el cambio.

Su nuez de Adán se balanceaba y se tragó lo que sea que iba a decir.

Dejando a mi corazón controlar mis acciones, levanté mi mano y deje caer mi palma para descansarla sobre su rostro.

Asegurándome que tenía toda su atención, susurré:

—No haría falta una moto para hacer eso, Christian.

—¿No? —preguntó con voz ronca.

Negué con la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó con nerviosismo.

Un enrojecimiento floreció en sus mejillas.

Podía ver que esa pregunta le había costado su orgullo fuertemente fortificado.

Pude ver que Christian ya no preguntaba nada...

Un besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora