Pablo Auger también estaba pensando en María Furlotti aquel día. Por lo general, cada vez que aparecía en su mente desterraba su recuerdo de inmediato. No le agradaba pensar en ella, su imagen aún lo incomodaba. Pero esta vez no pudo lograrlo y es que motivos tenía... Hacía quince días que se encontraba en su casa de campo, en el lejano departamento de Barreal. Había necesitado un descanso y Marisa, su esposa, no se opuso al viaje. Ambos habían necesitado un descanso con urgencia.
Desde que llegó se había encontrado en un estado muy cercano a la paz interior. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. Sin embargo, aquella mañana había tenido la mala idea de salir de su cómoda casa a caminar por el pueblo rural. Con sus pensamientos puestos en sus problemas diarios, no se dio cuenta de que se había alejado demasiado ni del tiempo que había transcurrido, hasta que llegó a la ruta misma, en donde desembocaba la calle principal.
Al llegar allí sus pies tocaron tierra. Auger miró su reloj y largó un una exclamación de sorpresa y fue tan brusco su cambio de dirección que, sin poder evitarlo, se llevó por delante a un vagabundo que merodeaba por el lugar.
— Disculpe... —le gruñó el sujeto. Era un hombre alto, muy delgado, de cabello entrecano, barba tupida y mirada astuta. Una mirada que no le gustó nada a Auger.
— Disculpe usted —le dijo y siguió su camino.
Dio unos pasos y se dio media vuelta. Esos ojos... Lo observó irse, algo desconcertado. Ese rostro de mejillas hundidas... lo había visto en algún lado, no obstante no podía precisar dónde ni en qué circunstancias.
Casi una hora después, estaba en casa. Marisa se había enojado, estaba esperándolo para salir a dar un paseo. Se excusó como pudo y pronto estaban almorzando en la larga mesa de roble, inmersos en el más absoluto silencio. No tenían qué decirse, ya hacía mucho tiempo que no tenían nada que compartir. Auger lo lamentaba.
Observó a su esposa, que estaba sentada muy rígida; tenía la mirada puesta en el plato, con esa concentración que ponía en cada cosa que hacía. Ya no era hermosa. A pesar de que sólo tenía 42 años (cinco menor que él) aparentaba más, el tiempo y el trabajo diario no habían tenido misericordia con ella, habían encanecido su corto cabello ondulado, de un pálido rubio; y unas bolsitas habían aparecido debajo de sus ojos oscuros, para no irse. Era baja y, en esos últimos dos años, había ganado unos buenos diez kilos de más. Su vida era tan ocupada como la de él, incluso había días en los cuales sólo se veían en la cena. Era abogada de familia.
La había conocido hacía unos doce años. Ella era parte de una familia rica e influyente y él venía de una de clase media baja. Recibirse en la universidad le había costado mucho porque siempre tuvo que trabajar para mantener a su madre. Su padre había muerto cuando era adolescente.
Recordó entonces las circunstancias que lo llevaron a su encuentro.
Un día había conocido a Gastón Más. Un abogaducho que rondaba los mismos lugares que él, buscando trabajo. Lo recordaba de la universidad y tenía tan bajo concepto de su persona que le sorprendió que le ganara el puesto en uno de esos estudios jurídicos.
— No te molestes... ¿pero qué hiciste? —le preguntó sorprendido.
Gastón, hombre risueño que no le daba importancia en nada a las cosas serias de la vida, no se había enojado. Todo lo contario.
— Sólo mencioné que era amigo de los de Luca —le había susurrado.
— ¿Quiénes?
— ¡Pues los dueños del mayor estudio jurídico de la provincia, por todos los cielos! ¡Son muy influyentes y riquísimos!
— O sea que mentiste...
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¿Dónde está María?
HorrorLucía Palacios, una joven escritora, vive en Buenos Aires donde tiene el trabajo de sus sueños pero, al quedar súbitamente desempleada y sin dinero, se ve forzada a abandonar su hogar para trasladarse a la casa de su madre, ubicada en San Juan, al o...