Veintisiete: El Chimuelo (Naranja)

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"Las decisiones eran solamente el comienzo de algo; cuando alguien tomaba una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que llevaba la persona hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de decidirse."

Había llamado a todos los hospitales de la ciudad y en ninguno de ellos tenían registro de Leila, me estaba desesperando conforme pasaba el tiempo, no era posible que se hubiera esfumado así de pronto. Traté de comunicarme numerosas veces con Raquel a su celular, a su oficina y a su casa, pero no tuve éxito.

No me iba a dar por vencida, tenía que encontrar a Leila así fuera lo última que hiciera. Iba a hacer todo lo que estaba en mi poder, de lo contrario, en un futuro podría cuestionarme por qué no hice todo lo posible y qué hubiera pasado en caso de hacerlo.

No creo en casualidades, no creo en el destino. Pienso que la gente que cree en el destino sólo está engañándose a sí misma, buscando una excusa para que las cosas se resuelvan solas, en lugar de tomar las riendas de la situación y hacer algo al respecto.

Siempre fui muy pro-activa, obsesiva y algo intensa. Algunas personas podrán verlo como defecto, pero en realidad yo lo veo como una virtud, siempre he tenido muy claro lo que quiero y a dónde voy, y no me distraigo de mis objetivos. Lucho obsesivamente hasta que consigo mis metas.

Esta vez no iba a ser la excepción, estaba segura de que encontraría a Leila.

Caminaba rápidamente por los pasillos de la universidad, las aulas se sentían vacías sin Leila a mi lado. Habíamos vivido tantas aventuras en los últimos años que me costaba imaginarme la vida sin mi mejor amiga, es por esto que las semanas en la que la Oruga se la había pasado dormida había entrado en una gran depresión. Ni tenía con quién compartir lo que sentía, y ninguna de las chicas de la clase me parecía interesante, no entendían lo que tenía que decir. Todas se mostraban con máscaras, sentía que sus palabras siempre estaban llenas de falsedad. Pero todo cambiaría en el momento en que por fin encontráramos a Leila y Darío la ayudara a regresar.

Entusiasmada bajé los escalones de la universidad de dos en dos, brincando con alegría. Tenía todas mis esperanzas puestas en Darío, que esta tarde se reuniría con su tía para conocer más detalles del traslado de Leila.

Caminé por la acera mirando hacia el cielo que se encontraba despejado; el sol radiante no dejaba que nada se le escapara. Entré al pequeño restaurante que se encontraba en la esquina de la calle para ordenar algo de comer.

En este lugar Leila y yo pasábamos la mayoría de las tardes, ya que la comida era muy buena y a buen precio, y lo que mejor es que quedaba en la misma calle de la escuela. Era una especie de fondita muy acogedora que siempre nos daba la bienvenida con un pizarrón que se encontraba en la entrada con el menú del día.

El lugar era muy pequeño y no tenía mesas, en su lugar había una gran barra donde la gente se sentaba en unos bancos de madera para comer.

Del techo colgaban canastos de mimbre que astutamente eran utilizados como lámparas ya que dentro tenían focos de color amarillo y esto generaba un ambiente muy cálido. Las paredes de corcho exponían notas que los clientes frecuentes dejaban de recuerdo como agradecimiento a la buena atención del lugar. Rápidamente identifiqué la servilleta que contenía la frase que Leila y yo habíamos colgado.

Habíamos escrito: "Cuando tenemos los grandes tesoros delante nuestro, nunca los percibimos. ¿Y sabes por qué? Porqué los hombres no creen en los tesoros."

Era una de las frases de El Alquimista de Paulo Coelho, libro favorito de la Oruga y que sin exagerar se sabe de pies a cabeza. La frase nos pareció apropiada ya que Leila y yo siempre intentábamos ver esa chispa o magia en las cosas que generalmente las personas ven como algo común. Algo así como admirar las cosas como un niño lo haría, sin perder esa inocencia y capacidad de asombro, ya que conforme vamos creciendo y madurando las cosas nos dejan de maravillar.

Sonreía con nostalgia... Mi mejor amiga me hacía falta. Decidida busqué hacer contacto visual con el encargado de la fonda para hacer mi orden, pero una voz que me llamó interrumpió mi intención.

"¿Lucy?", giré para ver quién mencionaba mi nombre con ese horrendo diminutivo. Hacía años que no me llamaban así, seguramente era alguien que no me conocía muy bien porque de lo contrario jamás se hubiera atrevido a decirlo en voz alta.

El vergonzoso sobrenombre provenía de los labios de un muchacho que no reconocía. Ojos redondos y negros enmarcados por cejas pobladas. Su cabello oscuro descansaba rebelde en su frente, haciendo contraste con su pálida piel. Era alto y delgado, vestía una playera y jeans negros.

"¿Te conozco?", dije de manera desinteresada. Definitivamente el chico había comenzado con el pie izquierdo al llamarme 'Lucy'.

"Tal vez no te acuerdes de mí", contestó un tanto avergonzado mientras con la mano se despejaba un mechón de cabello que se le había venido al ojo, "pero yo me acuerdo muy bien de ti. Fuiste la niña que me rompió la nariz cuando tenía siete años."

De manera instantánea el recuerdo del niño chimuelo molestando a Leila en su primer día de clases se manifestó en mi cerebro. Al recapitular la graciosa escena, cuando menos desde mi punto de vista, no pude evitar soltar una carcajada.

"¡Cuánto tiempo! No te reconocí sin tus dientes faltantes", dije entre risas. "¿Cómo te llamas? Nunca supe tu nombre, fuera de los apodos que tenías."

"Me llamo Marcelo", respondió de manera amigable mientras se sentaba en el banco vacío que se encontraba a mi lado, "¿me inventaste apodos?"

"Mapache en descomposición, nariz de berenjena, sonrisa de jaula y Sindi", enumeré rápidamente, impactada de cómo los sobrenombres aparecían tan ágilmente en mi cabeza.

"¿Sindi?", preguntó confundido entre risas.

"Sindientes", contesté seriamente.

"Me queda claro que no era tu persona favorita."

"No te sientas mal, tomo de manera muy personal cuando alguien se mete con mis amigos", aseguré de manera bromista.

"Si de algo sirve quiero decirte que a partir del impactante golpe que me diste, lo pensé dos veces antes de burlarme de alguien."

Sonreí ante la idea de que a mis escasos seis años hubiera hecho que un niño tomara conciencia de sus malos hábitos.

"Después de tantos años, ¿cómo me reconociste?", la curiosidad me invadía , pues yo ni en un millón de años hubiera adivinado que Marcelo era el malcriado niño chimuelo que se burlaba de mi mejor amiga.

"Sigo siendo vecino de Leila, y alguna que otra vez las vi pasar por mi casa, pero nunca me atreví a saludarlas", dijo sinceramente mientras se ruborizaba. Rápidamente Marcelo notó que mencionar el nombre de Leila transformaba mi sonrisa en un rostro de preocupación.

"Supe lo que pasó, lo siento muchísimo. Al principio pensé que había mejorado por el hecho de que su madrastra la trasladó a su casa, pero conforme pasaron los días mi papá me contó que sigue igual, sólo la habían transferido para comodidad de la familia", comentó apenado.

Las palabras de Marcelo retumbarán en mis oídos y no me era posible poner atención a lo que seguía diciéndome. Sin haberse dado cuenta, el exchimuelo me había proporcionado información valiosa.

Confundida y un poco alterada lo interrumpí preguntándole: "¿Cómo? ¿Leila ha estado en su casa todo este tiempo?"

Marcelo me miró extrañado, sin dar crédito de que yo no supiera el paradero de mi mejor amiga. Estaba preparándome para correr hacia la casa de Leila cuando más información relevante me congeló.

"¿No sabías? Yo me enteré por mi papá, quien era el abogado del parte de Leila. Él fue quien hizo la lectura del testamento cuando el señor falleció. Me acuerdo muy bien porque me comentó que hubo un problema, al parecer la madrastra había quedado inconforme."

Todo tenía sentido, Raquel escondiendo a Leila en su propia casa. Sin contestar el teléfono porque sabía que yo le haría preguntas. Sólo quedaba una pregunta más... ¿Qué era lo que a esta mujer le había molestado del testamento?

No podía esperar para descubrirlo.

Soñando Despierta [Terminada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora