Prólogo

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Recuerdo que esa tarde el piso era bastante resbaloso. La lluvia caía abrumadoramente por la ciudad, sobre todo en las afueras de Tomoeda, pero yo me sentía segura, sabía que Inuki, el chofer que se ofreció a llevarnos, era bueno en su profesión y manejaba con la precaución necesaria para un día como este.

Iba con mi pequeña hija de sólo tres meses. Ella sentada en su silla.

Y todo sucedió muy rápido. Inuki se estacionó en un servicentro, de esos que también venden cosas para comer, fue en búsqueda de alguna merienda o algo para el camino, y yo esperaba su llegada.

Fue en ese momento en que un gran camión arrasó con un vehículo y se escuchó el estruendo que éste provocó. Yo lo vi todo. Por si fuera poco, algo estalló, la gasolinera estaba ahí mismo y varios vehículos se vieron afectados, incluyendo en el que estaba yo. El camión, a pesar de eso, no se detuvo y arrasó con varios más. Fue como si hubiera estado destinado a provocar un desastre.

Lo único que atiné a hacer fue abrazar el cuerpo de mi hija por encima de su silla y esperar que el impacto sucediera rápido.

Sentía mi cabeza retumbar y estaba desorientada. Mi mundo había girado, literalmente. El auto giró.

Busqué entre mis brazos a mi pequeña, quería oírla, sentir su llanto, pero no sucedía nada. No supe si fue porque mis oídos estaban taponados. No entendía, si con el vuelco del auto y el ruido que todo esto había provocado, ella no reaccionaba.

—Hija... mírame. Responde por favor.

Logré decir apenas. Intenté moverme pero me fue imposible. Me dolía absolutamente todo. Y tenía varios cortes en mis brazos, piernas y posiblemente en el rostro.

Recuerdo, que rogué entre llantos que despertara mi hija, no quería verla así inamovible, sin siquiera sentir su llanto por el miedo o el dolor que este choque pudiese haberle afectado.

Un hombre, todo ensangrentado, que apenas se podía su propio cuerpo y que en su cara se veía una expresión llena de dificultad logró abrir la puerta de nuestro automóvil y cayó de bruces al suelo quejándose de dolor.

—¡Ayúdeme! —le supliqué.

—Lo... lo lamento mucho... —se quejaba.

Lloré. No quería y nunca planee que la vida para nosotras fuera así.

De ahí en adelante todo el resto fue inexplicable...

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