14. Besaré el suelo

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"Cuanto más bella es la vida

Más feroces sus zarpazos

Cuantos más frutos consigo

Más cerca estoy de perder

Por una caricia tuya

Toco el cielo con las manos

Porque sé que si te marchas

Besaré el suelo otra vez

Grita al mundo, rompe el aire

Hasta que muera tu voz

Que el amor es un misterio

Y que importa sólo a dos..."


Al día siguiente, Anna despertó cerca del mediodía con una resaca monumental y la botella vacía de whisky sobre la cama. Aún seguía sintiéndose dolida y vacía. Pareciera que Daniel se había llevado con el su corazón, su alma y su capacidad de sentir. Era algo atroz y aterrador. Aquella mañana necesitaba ir al centro a llevar una documentación relacionada con la rescisión de su excedencia, así que se arrastró fuera de la cama y fue hacia la ducha como si fuera hacia el patíbulo, dejando que la botella cayera por el lado de la cama, sin hacerle caso. Se tomó rápidamente un café con paracetamol y montó en su coche para ir a hacer sus recados. Odiaba al mundo en aquel momento, pero no le quedaba más remedio que hacerlo.


Marta se daba golpecitos distraídos con la patilla de sus gafas en los dientes, sentada en la oficina del comedor. Amelia le había trasladado el mensaje de Anna y la iban a echar de menos. De un día para otro habían perdido dos voluntarios y su trabajo iba a recaer en los demás, pero no era eso lo que le preocupaba, sino el sufrimiento de Anna. Aquella mujer había tenido sufrimiento como para llenar dos veces su vida y no necesitaba más. Como amiga, se le caía el alma al pensarlo... Y Daniel. ¿En qué demonios estaba pensando? Entendía que quisiera ver a sus hijas, pero ella había visto a Sara, aunque fuera de forma fugaz y no le había gustado aquella mujer. Era peligrosa. La típica mujer acostumbrada a tener todo lo que se le antojaba. Y sin escrúpulos para conseguirlo. La madre de Anna le había dicho que ésta había desconectado los teléfonos, pero aun así levantó el auricular y la llamó. Como esperaba, acabaron los tonos sin que recibiera ninguna respuesta. Marta frunció el ceño, dejó su silla y salió al comedor a ver cómo iba el trabajo aquella mañana.


La cola era larga a pesar de lo avanzado de la hora, pero Anna esperaba pacientemente su turno con su carpeta en la mano, sin estar realmente allí, sino en un lugar oscuro y vacío, que poco a poco y a su pesar, empezaba a llenarse de pensamientos y recuerdos. La risa de Daniel, su mechón de pelo sobre la frente, la calidez de sus ojos grises, sus manos y sus besos que la habían hecho sentir viva de nuevo, pero sobre todo tu sensibilidad y su caballerosidad hacia ella desde el primer día que lo conoció. Eso fue lo que hizo que traicionase su norma de no dejar a nadie dormir en el comedor y lo que realmente la enamoró de él. Y su lealtad. Esa que el acababa de traicionar y que le había dejado el corazón hecho pedazos. Parpadeó varias veces, para forzar a las lágrimas a no salir de sus ojos y avanzó un par de pasos más en la cola. Pronto sería su turno, afortunadamente, aunque en realidad, le daba lo mismo estar en aquel sitio como en otro cualquiera. Su vida había perdido su sentido y aunque pensaba que aquel temporal pasaría y llegaría la calma y el olvido, era algo que veía tan lejano que no se atrevía siquiera a pensar en ello en aquel momento.

Al fin le llegó el turno. Entregó su documentación, rellenó formularios, firmó y salió del edificio a toda prisa. En la puerta había un subsahariano pidiendo limosna. Se acercó a ella y le dio un billete que hizo que el chico levantara la vista y le diera las gracias con efusión. En un pañuelo de papel, le apuntó la dirección del comedor y volvió hacia el parking, donde había dejado su coche, para volver a su solitaria y vacía casa, llena de recuerdos.


Amelia parecía un león enjaulado en su pequeño apartamento. No dejaba de pensar en que si volvía a tener alguna vez a Daniel delante le daría una buena patada en las pelotas para empezar la paliza que tenía pensada para él. Estaba furiosa con lo ocurrido. Podía entender las razones de Daniel, pero ni siquiera se había dignado a decirle a su hija si volvería o no. Y eso no podía perdonárselo. Amelia era un águila protegiendo a Anna y se sentía completamente culpable cuando fue ella quien ayudó inconscientemente a Daniel a conquistarla, pues lo puso prácticamente en los ojos d su hija, o eso creía ella. Cansada de dar vueltas por el salón, del que iba a desgastar el suelo, agarró su bolso y salió a ver a su hija. No pensaba dejarla sola ni un segundo más. Al llegar a la casa, abrió como siempre y subió las escaleras. Sabía que Anna estaría en el dormitorio. Tocó en la puerta y una desmejorada y ojerosa Anna salió a recibirla. En las manos tenía los trozos de una fotografía, parecía la tira de un fotomatón.

-¿Qué quieres, mamá? ¿No te dije que quería estar sola? –Amelia reparó con una mirada en la botella vacía en la alfombra y que la fotografía de Pablo había desaparecido de la mesilla, no estaba en ella, volcada o no. Frunció el ceño.

-Lo siento, pero me estaba asfixiando en casa y no podía pasar un momento más sin verte. Compréndelo hija, lo estoy pasando tan mal por ti, como tú misma. Soy tu madre. –la miró ansiosa, abriendo los brazos. Anna dejó caer los trozos de papel al suelo y se alojó en el cálido refugio del abrazo materno, como lo había hecho durante toda su vida.

-¿Dónde has metido la foto de Pablo? ¿Y qué son esos papelitos? –preguntó Amelia contra el pelo de su hija, dándole cariñosos besos.

Anna suspiró, sin abandonar su reconfortante abrazo. –He guardado la foto de Pablo en el primer cajón de la mesilla y esa foto, me la hice con Daniel en un fotomatón al poco de conocerlo. Me he arrepentido nada más romperla, pero no quiero verlos. No puedo verlos a ninguno de los dos. Duele demasiado... -su madre asintió. Lo comprendía perfectamente.

-¿Cuándo fue la última vez que comiste? –preguntó Amelia, práctica.

-No lo sé. Creo que esta mañana, antes de ir a entregar la documentación para la rescisión de la excedencia. –Anna se apartó de su madre y se quedó mirándola fijamente.

-Pues es noche cerrada, cariño. Como sigas así, vas a caer enferma y no pienso consentirlo. No por un hombre. –la miró con el reproche característico de las madres. –No te había visto así desde que murió pablo...

-No me había sentido así desde que murió Pablo. He tocado fondo, mamá. Me siento como una niña a la que se le da un caramelo para luego quitárselo. Eso es cruel. –tragó saliva. –Daniel ha sido cruel. Me hizo creer de nuevo en la vida y ahora me la ha quitado. Eso no puedo perdonárselo.

-Yo, tampoco, cariño. –abrazó a su hija por los hombros y la sacó lentamente de la habitación. Anna se dejó hacer, apoyándose en su madre. Se sentía desfallecida y no solo por la falta de alimento. Bajaron las escaleras para ir hasta la cocina, donde Amelia sacó un brick de caldo de pollo de la nevera y algunas cosas más e improvisó una cena rápida, que obligó a comer a Anna, como si fuera una niña pequeña. Pues antes de cada bocado se quedaba con la cuchara en el aire y la mirada perdida. Pero con la paciencia de su madre, consiguió terminarse toda la cena y se sintió fortalecida, aunque los pensamientos y recuerdos siguieran atormentándola dentro de su mente.

Amelia fue al aseo de abajo y volvió con una tableta de pastillas. Sacó dos y se las tendió a su hija con un vaso de agua. –Te ayudarán a dormir. Aunque te despiertes amodorrada y extraña, al menos no dejan el dolor de cabeza de la resaca del whisky. –dijo, mencionando por primera vez la botella vacía en el dormitorio de Anna. Esta se ruborizó como si fuera una adolescente. Tomó las pastillas de manos de su madre y se las metió en la boca, tragándolas con el agua.

Luego ambas volvieron al dormitorio, junto con la perrita que ya empezaba a buscar su cesta para dormir, debido a lo avanzada de la hora. Amelia se puso el camisón de dormir que había traído en su bolso y se acostó junto a Anna, quien la abrazó como a un salvavidas. Las dos estuvieron hablando de trivialidades y de verdades de la vida hasta que las pastillas hicieron efecto y dejaron a Anna plácidamente dormida, con la cabeza sobre el hombro de su madre. Amelia depositó un beso en el pelo de su hija y apagó la luz de su mesilla, con un suspiro.

Segundas Vidas (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora