15. Faro de Lisboa

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"...Faro que alumbras al mundo por encima de la tempestad

Devuélveme la esperanza a y que brille mi estrella

pero no en soledad oye mi voz mi última oportunidad

faro que alumbras al mundo alumbra mi vida..."


Daniel no se encontraba mejor que Anna. Casi podría decirse que peor, pues era un mar de dudas. Todo su mundo se había tambaleado y caído como un castillo de naipes, por culpa de Sara. Otra vez por culpa de Sara...

Daba largos paseos por la playa y también trataba de agotarse corriendo kilómetros y kilómetros por la orilla del mar o por el paseo marítimo. Pero seguía hecho un lío. Ni siquiera sabía si era correcto ver ahora a sus hijas, no sabía qué podría haberles contado Sara después de su rechazo. No se fiaba de ella un pelo. Luego estaba Anna. La persona que más amaba en el mundo, después de a sus hijas. Había tenido que dejarla para darse cuenta de que el amor que sentía por ella no lo había sentido nunca por otra mujer, ni siquiera Sara. Se dedicó a recoger pequeñas caracolas y le hizo una pulsera, con la ayuda de un pequeño berbiquí que compró en una ferretería y cinta elástica. La depositó en la mesa de su habitación, sabiendo que ella apreciaría aquella tonta prueba de su amor, igual que si se tratase de una pulsera de brillantes. Sara seguramente la habría tirado a la basura. Ahí estaba la diferencia entre ellas y lo que hacía que echase locamente de menos a Anna. Pero tenía que pensar...

Suspiró y se asomó por enésima vez a la terraza del hostal. ¿Qué debía hacer? ¿Qué tenía en realidad para ofrecerles a sus hijas aparte del dinero de su manutención?... Nada. Lo veía claramente. No tenía nada que ofrecerles, ni siquiera un techo. Pensó en la posibilidad de quedarse y buscar trabajo en las islas. Al fin y al cabo, Anna, loca de rabia y celos, lo había echado de su casa. Tendría que pensar en ello. Por lo pronto, volvió hacia la mesa y se sentó en la silla. Abrió el temario y empezó a estudiar, esperando conseguir concentrarse y olvidarse de todo.

Aquella noche, tratando de alejarse de la soledad de su vida, se marchó a recorrer los garitos del puerto, rechazando a varias mujeres hermosas que querían ligar descaradamente con él. Pero Daniel las miraba y sólo podía ver el cabello dorado de Anna, largo hasta la cintura, suelto en una cascada sobre su cuerpo desnudo o recogido en un severo moño con su agujón de plata. Sin llamarla, a la mente acudía su risa, sus ojos dorados y su nívea belleza. Su bondad y su lealtad, esa que había traicionado y que lo hacía sentir como un miserable. Y trató de olvidar como todo hombre enamorado y dolido: bebiendo. Recorriendo un bar tras otro hasta que llegó casi de mañana al hostal, para desplomarse una vez más vestido sobre la cama, logrando por fin el bendito y buscado olvido.

Se volvió a despertar un día más sintiéndose enfermo y noqueado. Pero se forzó a levantarse de la cama, asearse y bajar a desayunar, para después salir a realizar su rutina diaria de ejercicio, sin poder quitarse a Anna y a sus hijas de la cabeza. En un momento dado, se detuvo y miró al mar, queriendo entrar en él y mecerse entre sus olas hasta desaparecer para siempre. Pero sabía que sus hijas no se lo perdonarían, así que siguió corriendo.

Almorzó al mediodía en un bar, solo y regresó al hostal para seguir estudiando y así olvidar por unas horas su situación. Lo consiguió, mientras desechaba la idea de quedarse en las islas. Su lugar estaba junto a Anna, le costase lo que le costase.

Aquella noche no salió. Ni ceno siquiera. Se acostó pronto, pero no pudo dormir, dando vueltas en la cama como un animal acorralado. En su desvelo, decidió ponerse en pie y encendió la luz, para sentarse frente a la mesa, tomar un folio de los que había llevado para tomar notas y hacer cálculos y decidido, empezó a redactar una carta para sus hijas. En ella les explicaba que en ese momento no podía verlas, que las añoraba, que no le olvidaran nunca porque pronto vendría a verlas, cuando tuviera un buen trabajo, una casa a la que pudiera llevarlas cuando ellas quisieran y pudiera consentirlas de la forma que ellas merecían. También les dijo que obedecieran siempre a su madre, que la quisieran mucho y que estudiasen, que estudiasen siempre, puesto que ellas eran inteligentes y podrían hacer lo que quisieran con sus vidas. Con la mano que sujetaba el bolígrafo temblando violentamente, firmó la carta y la metió en un sobre con el membrete del hostal.

A la mañana siguiente llamó a Sara. Quedaron para almorzar ese día, ya que ella entraba a trabajar a media tarde. Daniel se duchó y salió a pasear por el puerto hasta que llegase la hora de ver a Sara, con la carta crujiendo en el bolsillo trasero de sus pantalones. Cuando la vio venir, la saludó con la mano y al llegar a su misma altura, se dieron dos besos formales con tensión aún por lo pasado noches atrás. Se dirigieron a un restaurante y una vez pedidas las bebidas, Daniel se atrevió a hablar.

-No voy a ver a las niñas. –los ojos de Sara se dilataron levemente por la sorpresa. –No creo que sea buena idea. Aun no puedo darles lo que ellas necesitan y si las veo ahora se harán ilusiones y prefiero irme y volver en un tiempo, cuando tenga mi vida mejor planteada. Eso sí, la manutención te la seguiré mandando puntualmente como hasta ahora.

Sara respiró hondo antes de hablar. -¿Tienes idea de la decepción que se van a llevar tus hijas? ¿Y de qué voy a ser yo quién va a tener que explicárselo? –lo miró rabiosa.

Entonces Daniel se echó la mano al bolsillo y sacó la carta, pasándosela a Sara por encima de la mesa. –Dales esto. Le explico lo que ocurre de forma que puedan entenderlo. Sé que las voy a decepcionar y no será la primera vez, pero espero que sepan perdonarme... -miró a su ex con ansiedad.

Sara metió la carta en su bolso justo cuando llegaba la comida. Trataron de mantener una conversación cordial, aunque la tensión era subyacente y ninguno mencionó el incidente del hostal. Cuando terminaron de comer, dieron un pequeño paseo por el puerto y se despidieron como se encontraron, con dos besos formales, caminando cada uno en direcciones distintas. Una vez que Sara hubo andado un buen trecho, volvió la cabeza para cerciorarse de que Daniel ya no se encontraba cerca. Así era. Se detuvo al lado de una papelera, abrió su bolso, sacó la carta y sin dudar, la hizo añicos y la tiró a la misma. Siguió su camino taconeando furiosamente.

Ignorando la maniobra de su ex, Daniel hizo el equipaje aquella misma tarde para salir por la noche hacia su destino. Llegaría de madrugada. Odiaba despertar a Anna, así que igual se iba a dormir al cuarto de invitados hasta que pudiera hablar con ella por la mañana. Aunque ella lo había echado, Daniel se había armado de valor e iba a regresar a su casa. No pensaba dejarla hasta haber aclarado la cuestión. Toda la cuestión, incluido su incidente con Sara. El estómago se le revolvía al pensar en cómo le iba a contar a Anna aquello y que sería lo que le tiraría ahora a la cabeza: un jarrón, una silla, un piano... Los nervios le hacían pensar tonterías, aunque se rió por lo bajo, moviendo la cabeza a su pesar.

Con un suspiro recogió la mochila y bajó a recepción a pagar su estancia. Allí esperó a que llegara el taxi que le llevaría al aeropuerto, donde esperó varias horas, nervioso, hasta que saliera su vuelo. Recorrió el aeropuerto entero curioseando, hasta que escuchó por megafonía la llamada al embarque. Como no tenía equipaje que facturar, puesto que su pequeña mochila pasaba por equipaje de cabina, el proceso fue rápido y en pocos minutos se encontraba sentado frente a la ventanilla, llevando al lado a una familia entera que trataba sin éxito de calmar a sus tres hijos pequeños. El corazón se le hizo un nudo, pensando en sus hijas y en su falta de valor. Se pasó el vuelo mirando por la ventanilla, sin realmente ver las nubes en la negrura de la noche, hasta que pasadas más de dos horas, el avión tomó pista en su ciudad. Daniel respiró fuerte, llenando los pulmones. Ahora venía lo realmente difícil.

Segundas Vidas (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora