1. Esperando mi tren

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 ..."Y la gente que más quiero

se me va no se si al cielo

Pero el caso es que se va"...



La lluvia golpeaba los cristales igual de monótona que lo había hecho durante toda la mañana. Dentro del local, el olor a comida y café caliente dominaba el resto de aromas más mundanos y mediocres, que los parroquianos, que comenzaban a arracimarse cerca del mostrador, traían consigo.

Dentro de la cocina, burbujeaban las ollas, chisporroteaban las sartenes y el alegre silbido de las válvulas de las ollas exprés, hacía inútil cualquier tipo de conversación entre las cocineras.

Anna levantó la mirada de su reloj en cuanto la aguja alcanzó las dos y salió de la cocina por la puerta batiente que daba al largo mostrador donde, con tanto esfuerzo y trabajo, habían montado el buffet.

Los usuarios llegaban y se servían lo que querían, agilizando así el proceso del reparto de comidas y consiguiendo realizar el mismo con menos esfuerzo que antes, cuando se servía todo el menú uno por uno, por las voluntarias del comedor social en el que trabajaba.

Se llamaba la Posada de Pablo en honor a su marido. Su difunto marido, siempre tenía que rectificar cuando pensaba en él.

Pablo Dueñas, fue un arquitecto brillante que falleció cuando estaba en la cúspide de su carrera. Con tan solo treinta y cuatro años fue diagnosticado de cáncer de estómago. Le dieron seis meses de vida. Vivió cuatro años, demostrando un tesón tan enorme en sobrevivir, igual al que había demostrado en su trabajo, pasando de ser un simple becario a ser el socio más joven del estudio en que trabajaba.

En sus últimos meses, Pablo decidió donar la mayor parte de su cuenta corriente al comedor social de su barrio, porque, aunque había encontrado el éxito, nunca quiso dejar su barrio de toda la vida, aquel que le había dado todo y al que se consagró de nuevo en cuanto supo que estaba enfermo.

La inyección económica que tuvo el local hizo que se modernizara y ampliara hasta poder acoger a doscientas personas. Ahora atendían a cuatrocientas, quinientas incluso en lo más crudo del invierno.

Suspiró y alejó de su mente todos los malos recuerdos, paseando la vista por la concurrencia antes de alzar la voz para acallar al gentío.

- Señoras y señores. Señoras y señores. ¡SEÑORAS Y SEÑORES!

-Gritó a la tercera, tal y como era su costumbre. La mayoría de los presentes lo sabían y formaban alboroto por el simple placer de escuchar el grito. Era como un juego para ellos.

-Por favor, formen una sola fila y vayan circulando de derecha a izquierda para recoger sus menús. Cojan solo lo que vayan a comer, así nos dará la comida para más personas. Por favor sean solidarios con todos los que están aquí esperando. Muchas gracias. Que aproveche. -se volvió sobre sus talones y se metió por la puerta batiente para seguir con su trabajo, retirando y reponiendo bandejas cuando estas se acababan a una velocidad pasmosa.

En los tres años que llevaba allí, había llegado a conocer a muchas personas, reconocía los rostros de la mayoría de los usuarios que acudían día tras día para echar algo caliente al estómago. Siempre había caras nuevas. Pobres nuevos, como ella los llamaba con cariño, familias enteras de desahuciados de sus casas y muchas veces de la vida y de la sociedad, que no tenían ya adonde ir, salvo a la Posada de Pablo.

Pero aquel día había menos gente de lo habitual. Tal vez porque llovía. El otoño había empezado pronto ese año. Lo vio con el rabillo del ojo, sentado en una mesa al fondo. Solo. Era nuevo y se veía desde lejos que andaba un poco perdido. Era joven, tal vez de su misma edad, rozando los cuarenta. Los nuevos treinta de este siglo, como decían en las revistas ñoñas de la peluquería.

Se acercó a él para orientarlo sobre las normas y costumbres del comedor. Vestía ropas desgastadas, pero limpias: vaqueros y un jersey grueso bajo una cazadora de cuero que había conocido tiempos mejores. Tenía el pelo largo, hirsuto, espeso y negro como la brea, con algunas hebras blancas que contrastaban vivamente bajo el gorro gris con que se cubría.

De repente su respiración se atascó en su garganta, cuando dos ojos de un gris líquido y cristalino la atravesaron, desde el rostro barbado que tenía enfrente. Nunca había visto ojos como aquellos: fieros, duros, espeluznantes.

-Perdona. -comenzó un tanto insegura. -Creo que eres nuevo. Si quieres puedo ayudarte a orientarte un poco. -señaló con la mano a su alrededor. -¿Cómo te llamas?

El la miró de arriba abajo con actitud indolente. Anna se sintió un poco cohibida por el descarado repaso a que estaba siendo sometida por aquel hombre, pero aguardó nerviosa la respuesta a lo que acababa de preguntar.

-Daniel, me llamo Daniel. -respondió con socarronería. -Y será un placer que me guíes en este pandemónium que tenéis aquí montado.

Ella arqueó una ceja, sorprendida por el uso culto del lenguaje que había hecho aquel hombre. Se echó a un lado para dejarlo pasar y se dispuso a explicarle el modo en que debía servirse la comida, sin colapsar la cola, ni hacer perder el tiempo a sus compañeros o a los voluntarios del comedor.

Segundas Vidas (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora