Amal.- ¡No, no; yo no quiero ser sabio nunca! Yo quiero ser como tú...
Vendré con mis quesitos de un pueblo que está en un camino colorado,
junto a un viejo baniano, y los iré vendiendo de choza en choza...
Qué bien pregonas tú: “!Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos!” ¿Me
quieres enseñar a echar tu pregón?
El lechero.- ¿Para qué quieres tú saber mi pregón? ¡Qué cosas tienes!
Amal.- ¡Sí, enséñamelo! Me gusta tanto oírte... Yo no te puedo explicar
lo que me pasa cuando te oigo en la vuelta de ese camino, entre esa
hilerita de árboles...
¿Sabes? Lo mismo que siento cuando oigo los gritos de los milanos, tan
altos, allá en el fin del Cielo...
El lechero.- Bueno, bueno; anda, ten unos quesitos; ten, cójelos...
Amal.- Pero si no tengo dinero...
El lechero.- ¡Deja el dinero! ¡Me iría tan alegre si quisieras tomar esos
quesitos!
Amal.- ...Lechero, ¿te he entretenido mucho?
El lechero.- No, hombre, nada. No sabes tú lo contento que me voy...
Ya ves; me has enseñado a ser feliz vendiendo quesitos (Sale).