El viejo.- Mis ojos, hijo ven ya poco; pero me cuentas de una manera las
cosas, que lo veo todo como cuando era niño...
Amal.- Di, faquir, ¿conoces tú al Rey que ha puesto aquí este Correo?
El viejo.- Sí, mucho; todos los días voy a pedirle mi limosna.
Amal.- ¿Sí? Cuando yo me ponga bueno, iré también a pedirle mi
limosna, ¿no?
El viejo.- Tú no tendrás que pedírsela, hombre; él te la dará por su
gusto...
Amal.- No, no; yo iré a su portal y gritaré: ¡Viva mi Rey! Y bailando al son
del tamboril, le pediré mi limosna. ¿No crees tú que estaría bien así?,
di...
El viejo.- ¡Ya lo creo; estaría magnífico! Y si fuéramos juntos, me tocaría
a mí buena parte; pero, ¿qué le vas a pedir?
Amal.- Le diré: “!Hazme cartero tuyo, para ir con mi farol repartiendo
cartas de puerta en puerta!
¡No me tengas en casa todo el día!”
El viejo.- Pero, vamos a ver, ¿por qué estás tú tan triste en tu casa?
Amal.- ¡No, si no estoy triste! Al principio, cuando me encerraron aquí,
¡me parecían más largos los días!; pero desde que han puesto enfrente
el Correo del Rey, cada vez estoy más contento en mi cuarto...; y luego,
como sé que un día voy a tener una carta... ¡Sí, no me importa nada
estarme aquí quieto, aunque esté solo!... Oye, ¿y sabré yo leer la carta
del Rey?
El viejo.- ¡Qué más te da! ¿No tienes bastante con que ponga tu nombre?