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Señorita Wesley...

¿Uhm? ¿Qué era eso?

Señorita Wesley...

Se removió. ¿Podían callarse? Necesitaba dormir un poco, y ese molesto ruido se volvía cada vez más...

—¡Bee Wesley!

Se levantó de un brinco, completamente desorientada y exaltada. Le tomó sólo tres segundos reconocer el salón, a sus compañeros de clase (que ahora reían) y al profesor de química que justo ahora se encontraba a centímetros de ella y lucía de un pésimo humor.

—Ah, vaya, parece que al fin se ha dignado a despertar —se enderezó—. ¿Interrumpo su siesta de media tarde, señorita Wesley?

Bostezó.

—Para nada.

El profesor entrecerró los ojos y su rostro comenzó a tornarse de un rosa mexicano, lucía cabreado.

—Fuera. —fue más un rugido que una orden.

Sonrió.






—No puedo creer que te hayan sacado en la última clase, eres el colmo. —decía Ángela, su hermanastra, mientras caminaban a la salida.

—Típico de Bee —repuso Leo, su segundo hermanastro—. ¿Y a dónde fuiste durante esas dos horas?

—Al patio trasero —respondió encogiéndose de hombros—. No soporto al profesor Richard.

—Ni al profe Henry, la maestra Jill, el profe Freddy...

—La profesora Sarah —le siguió Ángela—, Ada, el profe Patrick... o a alguna persona en toda la  escuela.

Bee revoleo los ojos.

—Y a ustedes sólo los soporto porque son familia.

Ellos rieron.

—Sí, bueno, ya sabemos que nos amas. —repuso Leo.

—Aunque lo niegues. —agregó ella, callando el intento de protesta de Bee, quien se limitó a sonreír y empujarlos a ambos.

Los tres tenían caracteres bastante diferentes, y a pesar de eso se habían llevado bien desde pequeños. Bee no recordaba haberse peleado con ellos desde que había llegado a su casa, mucho menos recordaba haberlos visto pelear. Y resultaba bastante normal puesto que, tanto Leo como Ángela, poseían una tremenda paciencia. Resultaba muy difícil molestarlos, siempre eran optimistas y se reían hasta de las cosas que les pasaban a ellos; sin embargo, había sólo una cosa que los volvía bastante diferentes, y eso era la bondad y confianza que ambos solían tener en las personas. Así, mientras que Ángela solía ser acomedida y bastante generosa, Leo rayaba en lo amable y era sumamente receloso.

Por otro lado, Bee parecía ser todo lo contrario a Ángela y asemejarse más a Leo; aunque ella compartía la desconfianza de Leo, no compartía su amabilidad, era sumamente seca y sarcástica, además tenía un mal genio superior a cualquier otro mal genio conocido. Bee no era lo que se decía un buen ciudadano puesto que su sentido del deber era nulo y su empatía era tan inexistente como los Dodos en la actualidad.

—¿Irás directo a casa hoy? —le preguntó Leo cuando llegaron a su auto.

Bee torció el gesto.

—No lo creo, tengo que arreglar algunas cosas...

Ángela y Leo se le quedaron mirando, y suspiraron.

—Irás al taller ¿cierto?

Sonrió a medias.

Había una sola cosa por la que Leo y Ángela solían echarle bronca, y eran sus visitas al bosque, donde tenía una pequeña cabaña en la que se dedicaba a arreglar algunas cosas en su moto o curiosear con algunas artimañas; por esa razón, Leo y Ángela solían referirse a ese lugar como Taller, aunque para Bee sólo fuera una cabaña en la que pasar el rato. Y no era que tuviera un motivo especial para estar en ese lugar, alejada de todo y todos; no tenía una mala relación con su madrastra (aunque no podía decir lo mismo de su padrastro), tampoco se llevaba mal con sus hermanos, los amaba mucho, y la única persona a la que no soportaba sólo estaba en casa por las mañanas y noches. Aún así, había algo en la tranquilidad y soledad de aquel lugar que le resultaba sumamente atractivo. Habían cosas que, quisiera o no, no podía ser capaz de hacer frente a su familia porque, aunque ella no le veía lo malo, presentía que para ellos no sería igual. Recordaba que desde pequeña siempre había recibido muchos cuidados, siempre había alguien vigilándola, cuidándola o diciéndole qué hacer y qué no hacer. Bee suponía que eso era normal en toda familia, pero había una insistencia exagerada en todo aquello que simplemente no la dejaba sentirse tranquila, hasta el punto en el que había comenzado a portarse de una forma cautelosa frente a otros. Ese lugar era el único espacio verdaderamente libre que poseía, era suyo.







Mientras la adolescente de diecisiete años —Bee Wesley— vagaba por los alrededores de aquel bosque, lejos, a muchos kilómetros de distancia, se encontraban dos curiosos extraños; uno de ellos, de actitud temperamental y más llamativo que el otro, hacía una rabieta. El otro chico, acostumbrado a aquellas escenas, se limitaba a observar desde la comodidad del interior de su auto —un Ford Mustang Bullitt—.

Después de algunos minutos, y con un pesado suspiro, decidió salir del auto y acompañar a su aún enervado amigo.

—... perdiendo el tiempo en este maldito mundo, por la estúpida hija de...

—Te morderás la lengua. —lo interrumpió.

Bred —nuestro temperamental chico— se volvió en un milisegundo y le lanzó un gruñido.

— Sé que tenemos fama de ser bestias temperamentales y crueles, Bred —una sonrisita se deslizó por su rostro—, pero no tenemos por qué dar razón a eso.

El otro rió.

—Ah, bueno, al menos uno de los dos se divierte.

Treyn —el chico de los comentarios ingeniosos—, llegó a su lado, y ambos observaron el enorme acantilado que se extendía ante ellos.

—¿Has tenido éxito al intentar comunicarte con el rey?

—No.

—¿Qué hay de los desterrados?

—Escondidos cual ratas —sonrió a medias—, aunque Alouqua te manda saludos.

Bred volteó a verlo, estupefacto.

—¿Y como por qué eso tendría la misma importancia que lo que te acabo de preguntar?

Treyn se encogió de hombros.

—Sabes que los súcubos son vengativos.

—Ya, claro —bufó.

Siguió observando el horizonte, muy detenidamente y, de pronto, muy a lo lejos, distinguió un pequeño montón de luces, tenues. Frunció el ceño.

—Treyn —llamó y señaló un punto frente a él—, ¿qué hay ahí?

—Ah... —frunció el ceño—. ¿Ahí, dónde?

Bred revoleó los ojos.

—Ahí, en el pequeño montón de luces.

Treyn miró el lugar en el que el índice de Bred señalaba, confundido. Tardó unos segundos y luego, al percatarse de algo que lamentaría después, se giró hacia su amigo.

—Ah, claro, esas luces —titubeó—. Es una pequeña villa, cerca de Bradford. ¿Por qué?

Bred, todavía encandilado por aquel resplandor, sonrió.

—Lo he decidido —dijo—, iremos a ese lugar.

 [PAUSADA] Érase una vez: El secreto detrás de la historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora