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Estaba sola, la habitación en completo silencio y a oscuras (o casi, un poco de luz entraba a través de los bordes de las gruesas  cortinas y la lámpara de la mesita estaba prendida); hacía aproximadamente quince minutos que Leo se había ido. Miró hacia arriba, clavando su vista en el techo: las espirales marcadas en el centro eran bastante bonitas, se torcían hacia un lado y luego hacia otro, enredadas unas con otras. Cerró los ojos; y comenzó a soñar.

Pastos cubiertos de nieve, risas que hacían eco en un bosque; un hombre y una niña corriendo; música alegre, personas bailando, vestidos de encaje y extremadamente pesados; un niño de cabellos oscuros llorando y otro castaño sonriendo... ¿Qué era todo eso? Abrió los ojos con esfuerzo, sintiéndose mareada. Las imágenes danzaban en su cabeza, tan rápido que le robaban el aliento. El sentimiento que aquellas le provocaban era el mismo que cuando había soñado con aquel chico-bestia. ¿Pero qué significado podrían tener? Tal vez la fiebre le volvía de nuevo.

Se sentó en la cama con pesadez —los pies colgando en la orilla— y se apoyó en la mesita para ponerse de pie. Caminó con lentitud hasta el baño, cerró la puerta tras ella y se paró frente al espejo. Una sombra grisácea bordeaba el contorno de sus ojos, su piel estaba levemente más pálida de lo usual y sus labios se partían en los bordes, resecos. Llevó una mano a su frente, comprobando que la fiebre seguía sin regresar, y clavó la mirada en sus ojos: seguían siendo turquesas. ¿Por qué de pronto había tenido el impulso de comprobar si el color de sus ojos había cambiado? Era obvio que no cambiarían.

Soltando un suspiro se apartó del espejo, comenzó a quitarse el pijama y se propuso a darse una ducha. Un poco de agua fría podría despejar su cabeza, seguro.

Unos minutos después, cuando ya estuvo bañada y vestida, alguien tocó la puerta. Bee frotó la toalla en sus cabellos y la colgó en el respaldar de la cama antes de ir a abrir. Leo fue quien la recibió al otro lado, sonriendo y abrazándola apenas lo dejó pasar.

—¿Acabas de bañarte? —preguntó, la boca torciéndose en una graciosa mueca.

Bee asintió.

—Ya me hacía falta. ¿Por qué?

Leo comenzó a negar con la cabeza, la tomó por la muñeca y la hizo sentarse en la cama mientras él se dirigía al otro extremo.

—El cabello te está chorreando —dijo—. ¿Cuántas veces te he dicho que si no te secas bien, te enfermarás? ¡Ah, cielos! Acabas de salir de un resfriado.

Antes de poder contestar nada, una toalla —que no era la que había usado recién— cayó sobre su cabeza, y las manos de Leo comenzaron a frotarla contra sus cabellos. Bee sonrió.

—Lo siento.

Las manos de Leo continuaron paseándose en su cabeza, frotando aquí y allá, de una manera tan gentil que la hacía querer dormir. Terminó cerrando los ojos mientras recordaba la primera vez que Leo había hecho aquello: habían tenido unos diez años cuando, en esa ocasión, el pequeño Leo había salido de la sala, corriendo hacia algún lugar, para luego regresar con una toalla en la mano y una expresión de fastidio en su rostro. Estás mojando el mueble, había exclamado, ¿acaso no sabes secar tu cabello?. Y luego había comenzado a frotar la toalla él mismo. Al principio, Bee se había sentido como si estuviera siendo una molestia, pero luego había echado un vistazo a su hermanastro y algo en la forma en que fruncía el ceño y la gentileza de sus movimientos le había hecho pensar que, en realidad, no lo era en absoluto.

—¿En qué piensas?

El recuerdo se esfumó en su mente, un poco más y habría caído dormida. Arrugó la nariz, sus ojos continuaron cerrados.

—¿Por qué crees que pienso en algo?

—Estabas sonriendo —señaló Leo—, y tenías esa expresión en el rostro de estar en las nubes.

Frunció el ceño y sus ojos se abrieron, lo observó con diversión.

—Vaya, no sabía que hacía una expresión como esa. ¿Qué aspecto tenía?

Leo se detuvo, miró hacia el techo, pensativo, y luego deformó su rostro en una expresión que hizo a Bee comenzar a reír.

—¡No te rías! —se quejó él.

Y ella luchó para recobrar la compostura, explotando en carcajadas cada vez que parecía que al fin dejaría de reír. Tardó unos segundos en poder ser capaz de mencionar una frase entera sin que la risa la interrumpiera; en todos esos segundos Leo se dedicó a mirarla con reproche.

—Lo siento, lo siento —tomó aire, siendo incapaz de borrar la sonrisa de sus labios—. Había olvidado lo malo que eres en caras y gestos.

—Ya cierra la boca. —refunfuñó, tomando la toalla de nuevo (se había caído a un lado cuando el cuerpo de Bee había comenzado a temblar por la risa) y volviendo a frotarla en su cabeza.

Bee se mordió el interior de la mejilla, tratando lo mejor que pudo de reprimir una sonrisa. Soltó una bocanada de aire, serenándose, y volvió a cerrar los ojos antes de volver a hablar.

—Estaba recordando.

Las manos de Leo volvían a moverse de aquella forma suave que la inducía a sumergirse en sueños y recuerdos.

—¿Qué cosa? —Su voz era suave, apenas un murmullo, y aún así Bee pudo distinguir la curiosidad asomando en ella.

Sus labios se estiraron de nuevo en una sonrisa, mucho más pequeña y floja que antes, pero igual de cálida.

—La primera vez que aventaste una toalla sobre mi cabeza, farfullando que no debería salir de la habitación si no estaba completamente seca.

Los movimientos de Leo se detuvieron. ¿Había dicho algo raro? Abrió los ojos de nuevo, echando la cabeza hacia atrás con la intensión de ver qué tipo de expresión tendría él en su rostro, pero las manos de Leo sujetaron su cabeza como tenazas —aunque sin la suficiente fuerza como para hacerle daño—, obligándola a permanecer con la cabeza gacha. Entonces se quedó quieta, sin volver a hacer un intento por ver su cara. Esperó unos segundos, preguntándose si realmente estaba bien que no insistiera en alzar el rostro.

—Leo...

Su boca se cerró cuando él chasqueó la lengua, y sus manos volvieron a pasearse por sus cabellos, ésta vez más torpes.

—¿Qué rayos? —masculló—. Si lo recuerdas, no sigas con lo mismo.

Bee no pudo evitar sentirse confundida. ¿Qué era esa reacción? A veces, Leo la hacía cuestionar su comportamiento. Decidió no hacer comentario alguno, y se quedó quieta y en silencio hasta que, unos minutos después, Leo retiró la toalla de su cabeza. Bee lo observó entrar al baño con ella, y luego salir sin ella. Entonces, pasando a su lado y susurrando que iría a buscar su comida, salió de la habitación. Se quedó un rato observando la puerta, preguntándose si realmente había dicho algo raro, y decidiendo que, una vez que Leo regresara, le preguntaría qué sucedía y luego se disculparía.

Sin embargo, minutos después, cuando tocaron la puerta de su habitación, no fue Leo quien la recibió al abrir la puerta, si no Angela; y, más tarde, cuando llegó la hora de cenar y luego ir a dormir, fue Diane quien se quedó con ella. Leo no volvió a aparecerse aquella tarde.

 [PAUSADA] Érase una vez: El secreto detrás de la historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora