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Suspiró por cuarta vez en un lapso de una hora, y echó un vistazo por sobre las páginas del libro.

—¿Quiere alguien decirme por qué estoy haciendo ésto —Volvió a suspirar—, de nuevo?

—Porque es la única manera en la que podremos acercarnos más a nuestra pista. Ahora cierra la boca y vuelve a leer o arruinarás todo.

Bred obedeció, no sin antes darle un buen punta pie en la espinilla a su insolente amigo; probablemente no le causara tanto daño como a un humano pero tomando en cuenta la fuerza que un demonio promedio tenía (sin contar con que él era mucho más resistente y poderoso que Treyn), eso debía doler como el demonio. Disimuló una pequeña sonrisa cuando escuchó a su compañero gruñir por lo bajo.

¿Qué estaba haciendo? Se lo había preguntado muchas veces durante los últimos días. Desde aquel encuentro con aquella chica castaña, los tres habían dejado esa villa para poder mirar el panorama desde un lugar más alto. Sólo después de eso, Treyn se había percatado de algo que antes había pasado por alto: aquella villa no parecía ser la única que era protegida por esa criatura femenina. Los pueblos y ciudades de alrededor también habían sido acechados por su sombra, aunque en menor cantidad —y para diferentes cosas—. Según lo poco que Treyn había logrado descubrir, aquella criatura se encargaba de eliminar algunas almas corruptas en las ciudades. Probablemente lo hiciera porque, a fin de cuentas, las almas corrompidas eran personas que habían sido poseídos por parásitos hasta el punto de ya no poder ser llamados humanos. Bred aún no podía evitar preguntarse por qué aquel ser se esmeraba tanto en combatir a las criaturas del  bajo mundo y proteger a los humanos. No era como si ellos fueran almas puras, de hecho, los mundanos eran la razón por la que el averno y los demonios existían. Básicamente: sin humanos, ni siquiera habría infierno. Además, últimamente estaba de un humor de los mil demonios; insoportable. No sé aguantaba ni él mismo y, probablemente, todo se debiera a la molesta tarea de jugar al gato y al ratón con aquella criatura. Desde aquel día no habían parado de intentar llamar su atención, tendiendo diversas trampas (en las que nunca cayó) y jugando a cazar humanos (cosa que no disfrutaba hacer por obligación).

Frunció el ceño y dejó caer el libro.

—Este libro es un asco. Me voy, encárgate tú del resto.

—Bred, ¿qué estás...

—Calla. —le gruñó, y salió de la biblioteca sin más.

¿En qué estaba pensando Treyn cuando creyó que esperar a llamar la atención de alguna chica en una biblioteca era la mejor idea? Ninguna chica linda y lo suficientemente valiente para hablar con un chico (tan atractivo como él) iba a una biblioteca; era casi una ley entre mundanos.

Afuera el viento soplaba con fuerza y el cielo, casi nocturno, estaba plagado de nubes grises. A lo lejos, una luz centelleó y el rugido del cielo llegó a sus oídos. Metió una mano en su bolsillo y echó a andar. ¿Qué había de hermoso en un cielo como ése? El ambiente no era muy diferente de como era en el infierno: frío, sin sol y con el cielo aullando aleatoriamente. Claro que la temperatura en el infierno era mucho más baja. Se detuvo en una esquina, llevó un cigarrillo a sus labios y, luego de encenderlo, volvió a caminar en otro sentido. Cruzó una calle —una pareja pasó a su lado y la mujer echó un vistazo en su dirección— y volvió a detenerse en una esquina.

Alzó la mirada hacia el cielo nuevamente y luego soltó un largo suspiro, reanudando su caminata, ésta vez en dirección a un lugar mucho más solitario que la avenida en la que se encontraba.

Cuando entró en un sencillo local de ropa después de andar  unas cuadras, el cigarrillo ya no estaba en sus manos. Avanzaba con tranquilidad y fluidez entre la ropa —sin rozar ni una sola prenda o persona—, abriéndose paso hasta el fondo del local. Sonrió a medias y abrió la puerta de la salida de emergencias, tan natural como si sólo se tratara de otro empleado más ingresando por aquella. Recorrió un vacío pasillo gris, con pasos largos y contundentes, mientras su mano derecha volvía a cerrarse en torno a la cajetilla y elevaba el brazo hasta su boca. La llama del encendedor estuvo frente a él en cuestión de segundos, y sumergió la mano en su bolsillo izquierdo al mismo tiempo que abría la puerta que lo llevaría a un estrecho y olvidado callejón —justo detrás de la tienda de ropa—. Se recargó de una de las paredes cercanas, tomando el segundo cigarrillo entre sus dedos y expulsando el humo de su boca con total parsimonia.

 [PAUSADA] Érase una vez: El secreto detrás de la historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora