XV. La potestad del rayo

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"Hay verdades que ni siquiera las palabras más elaboradas pueden ocultar, como el sentimiento de estarse hundiendo y querer salir a flote disfrazadas de afirmaciones falsas, como las historias que inspiran una crónica, como los ojos tristes de los pocos que vivieron para jamás volver a vivir, como una masacre.

Las palabras no pueden manchar esas verdades, no las pueden ocultar por más adornada sea la gesta, la epopeya, el poema. Siempre terminan colándose entre letra y letra, entre oración y oración.

El sol sigue brillando en el desierto de Sarkat, aunque cubierta de nubes, ¿los sabios de Sengrou lo saben? ¿Saben cuáles fueron las consecuencias por no actuar? Las palabras, sus palabras, machones que se difuminan en agua salada llena de barcos, muerte, sangre, polvo y arena." —de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan.

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La vida, que hasta entonces para Evel había sido como estar debajo del agua, donde no llegaba ninguna voz clara ahora estaba expuesta al viento y a la altura, a la dificultad de respirar y a la pesadez de andar, las voces llegaban claramente. Todas las gotas que lo habían ahogado una vez, como el arrepentimiento en sus hombros que debía ocultar, verdades olvidadas a propósito, razones para huir —aunque más bien para alejarse—, y aquellas que le habían hecho anhelar la soledad y hacerlo pensar que no tener a nadie que lo escuchara fuera un deseo, velaron en la entrada de la cueva, como salir del mar.

Hipnotizado, como en un antiguo sortilegio, como si la corriente lo estuviera arrastrando, como una antigua promesa, se acercó a la potestad frente a él. Con cada paso la nieve se hundió debajo de sus pies, y los témpanos de hielo mostraron su reflejo.

En el fondo de la cueva, algo se retorció, reptó alrededor de un árbol muerto y seco que no debería estar en una montaña, y por un momento, la luz que se colaba en aquella cueva de hielo mostró por un segundo un montón de plumas azules sedosas. Se retorció como siguiendo una vieja melodía olvidada por todos, excepto por las potestades.

—Acércate —susurró en su oído.

Avanzó hasta el árbol y antes de poder tocarlo, Evel cayó sobre sus rodillas, y luchó por aire. Inhaló bocanadas y cada respiración se sintió como salir de debajo del agua, como respirar luego de contener la respiración por demasiado tiempo. Se había librado por fin...

Cuando su vista volvió a enfocar, miró al árbol frente a él, algo reptó de la luz a la oscuridad, y se perdió en la sombra de la caverna. Habló con un siseó.

—Tú no has venido a asesinarme como muchos han tratado antes, mago. Lo he visto.

Evel se levantó y se tambaleó en la nieve, retrocedió. Miró hacia la entrada de la cueva y luego al árbol poco iluminado, pero en ninguno de esos lugares encontró la respuesta de cómo había llegado hasta ahí. Lo recordaba, pero se sentía fuera de sí al pensar en lo que había sucedido, como si aquellas no fueran sus memorias, como si simplemente hubiera llegado ahí en un parpadeo. Pero recordaba.

Sakradar le había dicho a Evel que no subiría después de cierto punto, un lugar donde los escalones de roca tenían tallados de escrituras en glifos que jamás había visto. Le había dicho que había potestades demasiado fuertes que podían maldecir a las potestades más pequeñas que se acercaban a sus dominios, como aquella que habitaba en la montaña. Si la gente podía verla, si causaba tantos estragos y había cobrado la vida de varias personas e incluso la llamaban demonio, entonces era una de esas potestades.

El mago de la ciudad destruida | Crónicas de Desconocido #0.5 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora