XVIII. Las potestades del mundo

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El viento sacudió los pétalos de las margaritas sobre la roca circular con el nombre de Lara. No se molestó en leer las fechas, habían perdido sentido para él e incluso si las leía, ¿qué cambiaría? ¿Por qué, aunque Lara había sido una de las personas más dulces y amables que había conocido en su vida, ahora estaba debajo de una roca sin color, un pedazo de nada? Memorias difuminadas. Olvidada para siempre.

«Perdón», pensó para él mismo, porque sabía que, si hablaba en voz alta, pensaría que esas palabras le llegarían, y él se rompería una vez más. Y no podía permitirse eso. Lo había prometido. A pesar de que cada día fuera como estarse ahogando, a pesar de que cada paso costara tanto, a pesar de querer dormir para siempre. Era demasiado tarde. Se sintió cansado de solo pensar aquello.

Se alejó del círculo de tumbas de la familia de Lara y descendió por la colina con un peso invisible en su espalda. No eran las mismas pequeñas potestades que solían colgarse de su ropa, era la sensación de saber algo, de que eso fuera certero, y no querer pensarlo en alto, porque se podría volver realidad...

Aun así, lo pensó. Ellos no volverían. Aquello no era un sueño.

Una mujer, la nieta de Lara, se acercó a él cuando bajó la colina, pero Evel no pudo escucharla, solo se detuvo, asintió a sus palabras mientras la mujer sostenía sus manos y luego siguieron como si las palabras dichas entre ellos tuvieran peso.

—Que Draimat te acompañe —dijo ella, pero Evel no creía en esas palabras.

Evel la miró. Estaba inclinada y agradecía su visita. Su despedida sonaba de corazón, pero por algún motivo, Evel no pudo decir nada significativo. No podía responderle con las mismas palabras que ella, porque sabía que ese mismo dios no haría nada por él, nunca lo había hecho para empezar. Kooristar y Sakradar lo habían llamado un dios falso, tal vez a eso se referían.

Pero deseaba que Lara hubiera tenido una vida feliz, y que en donde fuera que estuviera, fuera un buen lugar. Tampoco le dijo eso a la mujer, solo se inclinó y se dirigió a la carreta junto a su tío.

La niebla matutina de las lluvias de verano apenas dejaba ver algo a la distancia, así que los pensamientos de Evel volvieron a vagar entre las palabras que la potestad del rayo le había dicho un año atrás. Sakradar...

«Halthorn», pensó.

En la academia había descubierto suficiente información acerca de él, pero ¿qué era cierto y qué era falso entre los libros, los rumores y su percepción de él?

—¿Evel?

Mark lo sacó de sus pensamientos. Su voz sonaba clara por fin.

—¿Hmmm?

—¿Vas a volver a la academia o quieres quedarte unos días más? —preguntó Mark.

—Voy a pensarlo —dijo Evel.

Lo cierto es que no quería regresar aún. Había entrado apenas unos meses atrás a la Academia de Magos de Osvian, Osdier-tie-Magzu, en primavera. Había repetido los exámenes que habían causado todo, había recibido una carta similar a la que Lara le había dado con cariño y que había perdido, y aunque no había tenido una puntuación perfecta, había logrado quedarse ya que era una escuela relativamente nueva sin muchos alumnos.

No le molestaba estar en la academia, había pocos estudiantes y no tenía que compartir habitación, pero ese era el problema. Estaba siempre solo. Y estar solo lo obligaba a pasarse horas en la biblioteca buscando información sin hablar con nadie, o a pasarse en su habitación con un montón de pensamientos inundándolo. Estar en Berbentis no era mucho mejor. Era cierto que aliviaba un poco la soledad que sentía y el aire de provincia despejaba su mente, pero al mismo tiempo era inevitable recordar y pensar todo lo que había hecho mal al ver cómo había cambiado su hogar.

El mago de la ciudad destruida | Crónicas de Desconocido #0.5 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora