Epílogo

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"Mi querido niño, sé que toda tu vida viviste abatido por un peso que cargabas, por memorias que seguirán ahí y con las que debes de lidiar. Ese peso a veces te hará sentir solo y desesperanzado y otras veces nostálgico. En el pasado, cuando eras un niño, creí que estaba haciendo lo mejor para ti al querer que las olvidaras, pero siguen siendo parte de ti. Perdón.

Mi querido niño, quiero pedirte perdón, pero sé que cuando leas esta carta será demasiado tarde para que te lo diga. ¿Recuerdas cuando me preguntaste que sucedía cuando morías? Te respondí que todo lo que conociste y amaste, todos los lugares que viste... Es irónico, pero solo puedo ver lo mucho que me equivoqué. No fui un buen padre y quiero que lo entiendas, que lo reconozcas y lo aceptes.

Por eso, por último, te pido con todo mi corazón y todo el amor que te tengo, que sigas tu camino. Que sigas viendo las nubes como cuando eras niño, que sigas yendo a recoger insectos y ranas a los bosques, que sigas amando las naranjas y leyendo libro tras libro, que vayas a donde quieras ir, así sean nuevas tierras, océanos y personas.

No vayas al mundo a buscar un lugar al cual encajar, ve para hacer del mundo tu hogar, un hogar donde puedas ser tú sin temor a lo que yo piense, sin temor a las consecuencias de ser tú. Es lo único que deseo para ti, mi niño, mi hijo, Evel.

Vive. Con amor, tu padre."

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No sabía cuándo comenzó a verlos, pero estaba seguro de que habían pasado años desde la primera vez, demasiado tiempo para recordar en realidad. Se trataba de seres pequeños con formas curiosas que se arrastraban a través de las ventanas y plantas, a través de los frascos con medicina y los libreros. A veces lo ayudaban a hacer magia, y siempre lo rodeaban para que las protegiera.

No eran visibles para otros, de eso estaba seguro al ver a sus pacientes pasando a un lado de ellos, casi siempre a pasos de aplastarlos, por lo que casi siempre tenía que ahuyentarlos o moverlos por su propio bien. Él, quizá era el último que podía ver a las potestades en ese pequeño mundo lleno de magia, y sin duda el único en aquella ciudad portuaria que alguna vez fue una importante ciudad de un reino destruido.

Aquella misma mañana, había un sentimiento distinto en él, como una pesadez que se había acumulado por años hasta hacerse notoria hasta en su alma. Sonrió débilmente aferrándose el corazón, las ramas se habían expandido hacia su pecho después de tantos años y no había nada más qué hacer. Frenarlas era imposible, lo había aceptado tiempo atrás, pero siempre había temido que aquel día llegara y tuviera que despedirse de todos. Así que solo suspiró, tarareó una canción y regresó hacia la sala para trabajar con el frasco en su mano.

El niño sentado frente a su escritorio ya no se quejaba, y ahora parecía más atento a todo lo que sus pequeños ojos brillantes veían que a la herida en su rodilla. El joven sonrió al ver la curiosidad del pequeño, y a la madre sonriendo a su propio hijo mientras señalaba algunas cosas y explicaba en silencio.

La mujer miró en su dirección, sin borrar su buen ánimo, pero sin decir nada más y el mago entró a la sala. Él se retiró el cabello de la frente con el dorso de la mano y se acercó al pequeño, se acuclilló y lo miró fingiendo seriedad.

—Te va a doler un poco —susurró y colocó con una brocha un líquido amarillento en la herida del niño.

Cerró los ojos buscando el silencio, y las punzadas en todo su cuerpo llegaron como agujas ligeras en todo su cráneo, piel y espina. Al ver al pequeño, sintió que el tiempo pasaba más rápido. La somnolencia y la pesadez del sortilegio causó que se tambaleara, pero para su alivio, la herida ya estaba casi cerrada, y algunas potestades pequeñas acudieron a ayudarlo.

El mago de la ciudad destruida | Crónicas de Desconocido #0.5 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora