XX. Una despedida de cien años

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"Al cuarto día, llegaron noticias del sur: todos estaban muertos, exceptuando algunos que habían huido hacia la Cordillera del Rey. Los magos que habían ido a luchar murieron sin su magia y los que sobrevivieron, jamás volvieron a sentir el calor en sus dedos, el abrazo de la diosa y las punzadas de un sueño ligero causado por la magia.

Ninguno de los sabios pudo explicar la ausencia de la magia en esa segunda noche, pensaron que era algún tipo de enfermedad de los magos comunes, pero no fue así. Una enfermedad hubiera sido mejor que enfrentarse al mismísimo infierno.

El rey, asustado por los acontecimientos, por las pocas soluciones de los magos más sabios de Arierund, y por el inminente avance de las tropas enemigas, llamó a todo los habitantes del norte para defender las líneas del sur.

Porque todos estaban muertos. Porque ya no había más esperanza, porque solo quedaban los del norte, y los de Sarkat. Y porque la nación más grande y arrogante de magos estaba muriendo demasiado rápido en el suroeste.

Y los magos partieron justo en la mañana del quinto día, algunos abandonando a sus hijos, a sus padres, y sus hogares con tal de defender una nación que ya no tenía protección ni salvación.

Ninguno volvió a casa." —de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan

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Se dirigieron al templo de la diosa cruzando el lago y dentro de un cráter volcánico. Rodearon el lago y caminaron rodeando el otro cráter donde se encontraba la fortaleza y el castillo de Sarkat. No lo habían hablado en voz alta, pero Evel estaba seguro de que la potestad pensaba lo mismo, había algo mal con ese lugar. Quizá era el silencio, quizá era el tamaño de la estructura, pero no quisieron averiguar.

Cuando salieron de los callejones, solo quedó un camino de adoquín que subía y que posteriormente descendía hacia el cráter cubierto en arena y grava volcánica. Subieron en silencio, y una vez llegaron a la cima, por fin vieron el templo de Fukurai. Evel se detuvo estupefacto y contuvo la respiración. No podía imaginarse lo bella que habría sido aquella ciudad en el pasado.

El templo estaba rodeado de rocas grandes que lo envolvían en sombras, y además la base estaba hundida en arena hasta los ventanales ojivales del piso superior. Había una torre a cada lado del edificio y unidas mediante la fachada principal. Era un edificio con demasiados detalles, quizá no tan grande como la fortaleza en el otro cráter, pero igual de impresionante. Evel parpadeó varias veces.

—Nunca me dijiste por qué vas al templo —interrumpió la potestad.

Evel no respondió mientras descendía por las escaleras de roca. Necesitaba hacer algo. Ahí acabaría todo. Esa era su respuesta, pero no la dijo en voz alta.

—¿Me vas a responder o tengo que decirte que lo que pienses hacer es una tontería?

—Necesito hacer algo.

—¡Eso ya lo dijiste antes! —gritó la potestad—. ¿Me vas a decir por qué te pones así de pálido cada vez que te pregunto?

—No...

—¿Tiene que ver con Halthorn? Tenías muchas ganas de ir, y fuiste sin mí, y estuviste raro después. ¿Entraste a la cueva? ¿O qué?

—No...

—¡Al menos dime qué vas a hacer!

Evel lo ignoró y siguió descendiendo. La potestad lo siguió apresurado hasta rebasarlo y se paró frente a él.

El mago de la ciudad destruida | Crónicas de Desconocido #0.5 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora