XXI. Los cuentos olvidados

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"En la segunda semana, ocurrió la peor masacre que Sengrou podrá recordar, quizá la peor de Arierund después de la desaparición de Crysal en una sola noche.

La guerra entre los magos y los soldados de Setranyr duró días, pero fue una guerra silenciosa, sin escudos y espadas chocando entre sí, o el sonido de un grito de guerra, o el olor a metal y muerte en la arena.

Al cuarto día de la segunda semana, los soldados del norte terminaron de integrarse al ejército improvisado del rey. Los sabios se encerraron en sus templos a rezar sin escuchar a las únicas potestades que imploraban que escucharan.

Al cuarto día de la segunda semana una mujer de cabellos como la sangre se paró en la orilla de la ciudad al ocaso, justo después de que el rey asesinara a los sabios por su negligencia. Las potestades no hablaron y se marcharon para siempre del desierto, decepcionados por la arrogancia que vivieron.

Cuando ella alzó los brazos, los magos del norte sentados aguardando por órdenes en la plaza principal, murieron instantáneamente, no hubo más. Solo alzó los dedos al cielo naranja y todos se desplomaron. Los soldados murieron, y jamás encontraron al rey. Eran los deseos de un rey falso, ella era su mensajera.

Los habitantes que no tenían experiencia en combate quedaron desprotegidos, unos murieron con las espadas de la gente de Setranyr, otros perdieron su magia consumidos por una diosa falsa, otros sobrevivieron sumidos en un sueño ligero sin poder recordar su hogar, sin poder usar su magia y sin poder ver a las potestades." — de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan

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Arena. Era lo único que recordaba. Arena. Océanos profundos y lejanos. Montañas áridas en la distancia. Colinas rojizas. Cielos azules. Arena. Arrastró sus pies, caminó tambaleándose, un escalofrío atravesó su cuerpo y una vez más, todo lo que le había sucedido le golpeó. Gritó al aire y cayó sobre la arena. Hecho un ovillo bajo el sol, se estremeció. Se levantó cuando la piel de su rostro comenzó a arder.

Aquello jamás acabaría. ¿Cuántas veces tendría que lanzarse de un acantilado para acabar con todo? ¿Cuántas veces necesitaban clavarle una espada para por fin cerrar los ojos? Había perdido la cuenta.

Y la arena de su hogar, la arena de Crysal blanca como nieve, fina y suave era lo único que le venía a la mente mientras trataba de hacer que las almas que ahora habitaban en su cuerpo se callaran.

¿Cuánto llevaba ahí? No lograba concentrarse.

Su piel escocía, y era porque la arena de ahí era distinta. En un momento de lucidez, entre la insaciable sed, el hambre, los gritos, y los temblores incontrolables, se preguntó cómo había terminado ahí. No lo sabía, pero todo su cuerpo borboteaba, crujía, temblaba, se desmoronaba, se pudría, pero seguía vivo... Era culpa de Isialtar, de su hermano, de quien lo estaba cazando.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Con la piel derritiéndose, siguió. Siguió porque tenía que huir, pero ¿a dónde? ¿Por qué no simplemente se acababa todo?

La noche cayó, las estrellas cantaron como siempre lo habían hecho, incluso se burlaron un poco como siempre lo habían hecho al ver a los mortales.

¿Cuánto quedaría antes de que su hermano también decidiera devorarlas? ¿Cuánto faltaba para que su hermano fuera mucho más que ellas?

El mago de la ciudad destruida | Crónicas de Desconocido #0.5 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora