PRÓLOGO

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“Bienaventurados aquellos que pueden olvidar, porque solo ellos, conocerán la dicha imperecedera.”

El destello que despedía la hoja del intrincado puñal en la mano de aquel individuo, de figura enorme e imponente, hizo que las pupilas de su víctima se dilataran de pavor al notar como el fugaz relámpago impactaba en su rostro.

Retenida, atada y amordazada sobre la cama, la muchacha intentó soltarse. Solo consiguió que la irrompible cuerda se clavara mucho más en sus adoloridas y enrojecidas muñecas.

Con ojos desmesuradamente abiertos de terror, lo sintió acercase lento, con el arma blanca empuñada hacia ella.

Aquel ser trasmitía una resolución mortífera y parecía no tener intención de detenerse y perdonarle la vida. Pero sin embargo, se sentó en el borde de la cama. Percibió como en absoluto silencio la contempló un interminable rato, antes de romper en una risotada escalofriante. 

Al parecer, verla como un animal asustado al que habían capturado, le divertía.

Su regocijo fue doble cuando percibió la visión casi inundada en lágrimas de la chica, que como una auténtica valiente y con sensacional certeza, le enfrentó la mirada sin dificultad y apenas sin pestañear. Pero solo logró que otra carcajada horrenda irrumpiera de su garganta por tal actitud desafiante.

—Pequeña arrogante —La censuro, dejando caer la punta del puñal sobre el canalillo de la joven, donde distraído, empezó a juguetear con la tela que escondían sus pechos—. ¿Qué vamos hacer contigo?

Incapaz de soportarlo más, la muchacha ladeó el rostro para no tener que seguir encarando a su verdugo.

Las algo más de dos décadas que había vivido hasta entonces, en ese preciso instante, resultaban insuficientes y efímeras. Moriría cuando le quedaban demasiadas cosas por descubrir y que, evidentemente, ya jamás conocería.

Tal y como sucediera durante prácticamente toda su vida, moriría arropada por la umbría. Por una noche perenne inacabable.

—No, zorrita —dijo, obligándola a voltear de nuevo la cabeza hacia él, sin muchos miramientos—. Quiero que mis invitados vean tú expresión de dolor mientras mueres. Mientras hago contigo lo que me plazca.

“¡No!”

Gritó la víctima; aunque de su boca enmudecida por un asfixiante pañuelo, solo brotó un quejido que podía despedazar el alma de cualquiera… De todos menos de ese asesino y del público que había pagado esa madrugada su entrada para el circo de los horrores.

Al fondo de la habitación se encontraban dos altos individuos que lo superaban en tamaño, por increíble e imposible que pareciera. 

Uno de ellos se mantenía absolutamente relajado e incluso, en la comisura de sus labios llegaba a distinguirse de vez en cuando, algún amago de sonrisa o de entretenido pasatiempo. El otro, en cambio, denotaba por todos y cada uno de sus rígidos músculos, una furia infernal que amenazaba con colisionar e iniciar la puesta en marcha de un apocalipsis. De su mano no conocería clemencia ni el alma más inocente.

Sin duda, sí algo le quedaba claro a la joven era que, de los allí presentes, esa figura, seguramente sería la criatura más incontrolable y menos moderada de los tres sujetos que la mantenían prisionera en esa recámara, contra su voluntad.

Tal vez debería comenzar a agradecer que el sujeto que estaba a su vera no fuera ninguno de esos dos individuos, porque sí uno rezumaba un espíritu casi kamikaze, el otro exudaba la peor de las amenazas: peligroso, fatídico y letal.

Mirara por donde lo mirase, la estampa se manifestaba poco halagüeña. 

Por eso, con renovado ímpetu, intentó patear frenética al que tenía a su alcance. Arañando la última oportunidad de libertad posible.

ÁNIMA SEDUCIDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora