CAPÍTULO 03

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Al principio creyó que estaba en la parálisis de la inconsciencia, en la jaula hermética de sus peores delirios en donde podía oír los gritos, súplicas y ruegos que dirigían hasta la desmoralizante extenuación a una criatura, que bien podía ser la prueba inequívoca de que el cielo y la tierra habían jugado a ser dioses; engendrando al pecado que conviviría alimentándose de los penitentes y anhelando que los momentáneamente exculpados, purgaran más temprano que tarde, las faltas que sin duda, cometerían algún día.

Nadie era libre de delito. Nunca.

Desde el principio de los tiempos, la inocencia desudada siempre había sido un sentimiento raquitico dentro de un habitad llena de deformidades que serían más elogiables.

Como solía suceder cada noche, aquel que veneraban y honraban con el abolengo de Altax, permanecía cautivo en uno de los calabozos de losa oscura del Inframundo. Inamovible, parecía la apaciguada calma que precede a una catástrofe natural.

Semidesnudo, vestido con tan solo un pantalón negro, su único apoyo eran las cadenas que mantenían atados y extendidos a ambos lados de su cuerpo, sus brazos, mientras el resto de los miembros perseveraban sin ningún tipo de soporte que lo auxiliara cuando el látigo de múltiples gatos, caía sobre la amplitud de su espalda y se colaba lamiendo gran parte también, de la anatomía que el verdugo asignado no podía apreciar desde su posición.

Aquello era toda una carnicería, pero a pesar del horripilante espectáculo, su cuerpo ensangrentado; alto, esbelto y musculado de espléndido físico, parecía un dechado de potente e indiscutible masculinidad contra el telón de fondo del averno en tinieblas.

—¿Duele mucho, tesoro? –preguntó una sensual voz femenina.

El hombre, monstruosamente empapado en sangre, fijó sus ojos, en esos momentos oscuros, en el único espectador que disfrutaba de aquel espantoso ceremonial. Lo que veía evidentemente la excitaba.

Nada, ni siquiera el cortísimo y ajustado vestido negro, podían ocultar la gracia de su cuerpo esbelto y de largas piernas. La perfección de esos rasgos tan familiares para él, ejercían un poder magnético que serían capaces de llevar hasta la mismísima locura al hombre más eunuco. Igualmente de llamativa era su larga cabellera. Una amalgama de tonos cobre, ámbar y caoba gloriosamente cuidada. Algo totalmente opuesto al pelo negro de él que en esos momentos le caía por la frente húmedo, sucio y pegajoso.

Los azotes que agasajaban con terribles cortes gran parte de sus extremidades desnudas, cesaron en cuanto la mujer decidió hablar.

Lanzándole una fría mirada, esbozó una pequeña y desigual sonrisa. Luego respondió:

—Si de verdad deseáis causarme algún tipo de dolor, aunque sea el más efímero de todos ellos con vuestras caricias, os aconsejo que la próxima vez estén esperándome en la cama más de dos zorras rubias insaciables—–dijo sin dejar de sonreír y sin ninguna huella de fatiga en su semblante manchado—. Sí me permitís una sugerencia, creo que últimamente siento mayor predilección por las morenas.

Los ojos de la joven mujer ya no eran negros como el manto de una noche enlutada sino rojos con el fulgor de un rubí.

Poner a decenas de fulanas a su entera disposición antes de terminar voluntariamente apresado en ese mismo sitio todas las noches, consistía en qué pudiese sentir todos y cada uno de los agresivos fustazos que recibía. Como sí de un animal salvaje se tratara.

Los sentimientos y los afectos verdaderos en alguien como ellos, pernoctaban lejos y perpetuamente de su alcance cuando tenían un corazón muerto y un alma desterrada. Solo gozaban de tales concesiones, resucitando por unas horas a unos sentidos aletargados, con un ritual atroz y brutal de cópula y sangre.

ÁNIMA SEDUCIDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora